Luego de hablar con este conocido acerca de las bondades de ese lugar frente al río —y de lo importante que es estar cerca del mar, que preferimos antes que la montaña—, me fui a cambiar para entrar a la pileta, que estaba fría por el viento sur. Sin embargo, pude disfrutarlo, en soledad, consciente de que al nadar es fundamental entender la dinámica del agua: cómo el cuerpo avanza como una canoa por un brazo del río que, tal vez, es el Amazonas, y bajo el cual se ven peces naranjas y otros de un tono dorado, y víboras en las ramas de la orilla, que no son venenosas ni agresivas.
Después salí del agua y, como otras veces, me quedé en un costado con la campera puesta, tratando de recobrar el calor, atento al río. Entonces, un zorzal se posó cerca, en un alambre grueso de la cerca que rodea la pileta, justo enfrente de mí. Me miró —o quiero creer eso.
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