El caso es que, finalmente, después de nadar un rato y disfrutar de una ducha caliente, me senté a tomar un café en una confitería ubicada en el primer piso de una antigua casa de madera. Es la casa principal y da a una bahía donde descansan veleros. La gente los usa para navegar por un río tan ancho que parece mar, aunque tiene un color marrón que, con los años, aprendí a valorar. Se llama de la Plata.
El sol se escondía a mi izquierda, casi tocando unos edificios demasiado altos en el horizonte. A la derecha, el río, como siempre, avanzaba con la fuerza de un caudal que viene desde lo remoto, lo selvático. Un espacio donde los pájaros se multiplican. Supongo que en un clima de felicidad.
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