Una cuestión que debo resolver antes de que los años se acumulen —y la amargura sea más grande— es mi tendencia a encontrar siempre un enemigo. Una vez que identifico a esa persona, basta su imagen, a veces solo su nombre, para que se me imponga un rechazo absoluto, una rabia. No admito lo que considero su malicia, sus faltas, su deslealtad. El origen lo sospecho en mi infancia. En algún punto, esa rabia fue tan grande que me desbordó, pero tuve que contenerla. No había opción si quería seguir con mis padres. Incluso de niño entendí que soltarla sería una catástrofe. ¿Pero cuál fue? ¿Ser hijo de dos jóvenes que no se querían, que no podían hacerse cargo de un niño ni de ellos mismos?
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lunes, 18 de agosto de 2025
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