Estaba en mi despacho, entró mi padre, hablamos de algunos temas de trabajo y, de pronto, cuando le comenté que un tapicero —llamado Ángel— me había dicho que todavía no lo había contactado, todo terminó mal. El tema fue así: días atrás, le había dicho a mi padre que sería una buena idea que se comunicara con Ángel, un buen tapicero, para que le arreglase un par de sillones que tiene en su oficina en un estado poco lúcido. Como me respondió que le interesaba arreglarlos, les saqué fotos y las envié a Ángel junto con un mensaje pidiéndole un presupuesto para la realización del trabajo. También le avisé que mi padre se iba a poner en contacto con él. Acto seguido, le escribí a mi padre para contarle que ya le había pedido el presupuesto a Ángel y que, de ahí en más, él debía seguir con el tema, si le interesaba. El problema es que, como tantas veces en el último tiempo, mi padre me dijo que no había entendido eso. Volvió sobre mi mensaje e insistió en que no era claro. Su veredicto es falso. El hecho en sí me ha llenado de bronca. Si hay algo que no tolero es la mentira descarada —algo que bastantes personas toleran—. Aunque, en verdad, no sé si se trata de una mentira de mi padre o si realmente cree que mi mensaje tenía el significado que pretende asignarle: que yo iba a recibir el presupuesto y luego se lo iba a pasar. No sé qué pensar. Supongo que mi padre se encuentra en un estado de confusión y que mis recursos a favor de la compasión están fallando. Mi talento compasivo es bajo y, ahora más que nunca, esa pobreza se pone en evidencia. Lo peor es que —caigo en la cuenta— todo este rigor lo he mantenido conmigo mismo desde un tiempo remoto, antiguo, en mi ser eterno.
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jueves, 23 de octubre de 2025
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El ser eterno
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