Ese martes por la noche fuimos también a cenar al comedor. Solo estaba la pareja que no nos saludó cuando entramos de nuestra caminata por el sendero: un hombre de unos sesenta y tantos años y una mujer de poco más de treinta, con una hija de dos o tres. Comían cerca de la puerta. Nosotros elegimos una mesa junto a la ventana. No los miré. Quería evitar confrontar su falta de educación. Pero en mi cabeza seguían presentes: ¿cómo ese hombre había decidido ser padre a una edad tan avanzada? ¿Qué pensaría su pareja? ¿Y qué futuro tendría su hija frente a un padre que sería tan viejo cuando ella fuera todavía joven?
La selva, alrededor de esa casa noble, daba a entender ciertas historias que respiraban junto a la chimenea antigua —que no sé si alguna vez se encendía—, los sillones y la biblioteca de madera pesada que iba del piso al techo, con su escalera para los rincones más altos.
Bifes a la criolla y antes una entrada lograda. Lo mismo el postre. La música agradable. Pero también estaba la niña gritando. Los padres intentaban calmarla, y bastante lo lograban. El hombre con ese tono altanero que había entrevisto, propio de cierta gente del noroeste: un ritmo seguro, incluso un poco sobrador.
Todo lo opuesto a la dulzura de la joven que nos consultaba si habíamos disfrutado la comida. Intenté concentrarme en esas inflexiones y en la manera en que movía las manos. Tenía las uñas cuidadas y unos dedos largos que imaginé tocando un arpa en la galería de la casa una mañana de sol. Por los árboles andaban los pájaros. Luego volví a mi mesa y pedí la cuenta.
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