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domingo, 23 de noviembre de 2025

Tour

 

Pregunto por un tour histórico que ofrecen en la recepción. Es muy fácil, me responden. Coordinamos para hacerlo. El guía, un hombre afable, se empeña en contarnos la historia del lugar con lujo de detalles. Tal vez demasiados. Al final, formulo las preguntas que deseaba cuando el hombre finalmente se calla. No sé por qué tengo esa ansiedad por no quedar opacado por alguien que habla demasiado... Ojalá pudiera pasar más desapercibido de mí mismo.

Ni bien salimos del predio del hotel, tomamos una calle que baja hacia el río. A nuestro lado, está la selva y sus pájaros. Nos explica que en el lugar donde ahora vemos la vegetación llegaron a vivir más de dos mil familias. Cuando llegamos a una capilla, nos explica que hace poco la pintaron para un casamiento. Los novios se ofrecieron a pagar la pintura. Pero eligieron un color tierra desafortunado. Mejor sería un blanco, acordamos. 

Desde la entrada a la capilla baja una escalera de piedras hacia el río. Allí se ubicaban los feligreses para escuchar la misa, nos explica. Incluso había gente del lado de Paraguay. La voz del cura se escucha gracias a la acústica que crean el agua y las barrancas. Un espejo por donde me imagino iban las palabras. De ese modo, creer en algo superior sería más fácil. Vivir con mayores certezas. Otra tranquilidad; otra entrega. Yo me contento con mirar el agua.

sábado, 22 de noviembre de 2025

Diario argentino

No pasé una buena noche. Me empezó a molestar un oído y temí haber comenzado con una infección. Recordé que el agua de la pileta no lucía en buen estado, un evento que en el pasado me resultó sumamente doloroso. Como otras veces, sobreactúo el inconveniente. 

Tomé mucha agua, como hago en estas ocasiones. Así mis nervios, pienso, serán capaces de calmarse. También opté por leer un poco: El diario argentino de Gombrowicz. Pero no logró atraparme. Está bien escrito, e incluso encontré momentos interesantes, pero no sé si por mi estado de ánimo, o porque el autor no termina de entregarse, no logré una inmersión profunda.

Los pájaros empezaron con sus cantos y pronto los intensificaron cerca de mi cuerpo gracias a la ventana abierta. Un viento fresco hablaba de una selva atravesada por ríos. Intenté concentrarme en eso y de a poco pude calmarme. Por fin, cuando recuperé unas escenas eróticas, logré dormir un poco más. Me despertó mi hijo con un llamado a la habitación en el horario que habíamos quedado: nueve y media.

viernes, 21 de noviembre de 2025

La joven del arpa

Ese martes por la noche fuimos también a cenar al comedor. Solo estaba la pareja que no nos saludó cuando entramos de nuestra caminata por el sendero: un hombre de unos sesenta y tantos años y una mujer de poco más de treinta, con una hija de dos o tres. Comían cerca de la puerta. Nosotros elegimos una mesa junto a la ventana. No los miré. Quería evitar confrontar su falta de educación. Pero en mi cabeza seguían presentes: ¿cómo ese hombre había decidido ser padre a una edad tan avanzada? ¿Qué pensaría su pareja? ¿Y qué futuro tendría su hija frente a un padre que sería tan viejo cuando ella fuera todavía joven?

La selva, alrededor de esa casa noble, daba a entender ciertas historias que respiraban junto a la chimenea antigua —que no sé si alguna vez se encendía—, los sillones y la biblioteca de madera pesada que iba del piso al techo, con su escalera para los rincones más altos.

Bifes a la criolla y antes una entrada lograda. Lo mismo el postre. La música agradable. Pero también estaba la niña gritando. Los padres intentaban calmarla, y bastante lo lograban. El hombre con ese tono altanero que había entrevisto, propio de cierta gente del noroeste: un ritmo seguro, incluso un poco sobrador.

Todo lo opuesto a la dulzura de la joven que nos consultaba si habíamos disfrutado la comida. Intenté concentrarme en esas inflexiones y en la manera en que movía las manos. Tenía las uñas cuidadas y unos dedos largos que imaginé tocando un arpa en la galería de la casa una mañana de sol. Por los árboles andaban los pájaros. Luego volví a mi mesa y pedí la cuenta.


miércoles, 19 de noviembre de 2025

El examen


Optamos con mi hijo por ir a desayunar afuera, justo en la mesa que ocupa el vértice entre la galería de un  costado y mira de frente a la selva; más allá está el río. Todo tiende a la calma cuando veo los árboles. El día es inusualmente frío para esta época del año y está nublado. Todo eso me gusta. Hay una fuerza en la primavera. Una transición que todavía guarda un ímpetu propio del invierno. Se crea un margen, y son los márgenes los que más me convocan. 

El desayuno fue un bálsamo. Pero esta vez elegí tomar un té. No quiero someter a mi cuerpo a la tensión que le ocasiona el café. Pero no pienso sostener esta política. Hay algo en el café, esa fuerza inexorable que lleva a mi cuerpo a tensarse, que me atrae. Me da un impulso vital. 

Mi hijo está atento a los resultados de un nota que un profesor tiene que subir la web. Consulta una vez más y sí: están los resultados del examen. Con esos resultados y las anotaciones que tiene de sus respuestas, me explica, debe sacar cuentas. La sacamos con nerviosismo. Parece que le ha ido bien. Volvemos a hacer las cuentas; siempre con una tensión marcada y sí, le ha ido bien. Ha aprobado. Festejamos. Está feliz. Le ha costado aprobar una materia sin tener que rendir un final. Con toda su enorme sabiduría ahí está su escollo. Le cuesta programar sus estudios con tiempo. Hasta hace poco llegaba a situaciones límites. Pero esta vez ha superado esa dinámica y ha promocionado. Me abraza y permanece sonriente en un estado de gracia que solo pueden enmarcar, tal como lo hacen detrás suyo, los pájaros. Su sonrisa no se borra. Se mantiene en sus labios. Cuánto debo aprender de ese joven no alcanzo a saberlo. Si lo supiera mi vida ya habría cambiado. 

martes, 18 de noviembre de 2025

Yarará

El jugo resulta buenísimo. Concluyo que ananá y durazno es mejor que ananá y melón. El melón y el ananá no hacen un buen maridaje: el melón es muy sutil, sería opacado, supongo. Como no tengo el celular ni dinero, mi hijo se ofrece a pagar. Ingresa con la moza al restaurante mientras yo me quedo contemplando el agua que más abajo viaja. Nadie a la vista. La felicidad está acá, me digo.

La joven nos explica que por la noche podríamos ir a cenar. Me interesa el programa. Antes de saludar con una sonrisa a la joven, le doy mi número para que nos envíe el menú. La mujer nos sonríe más. Otra mujer simpática. Nos vamos de vuelta al hotel. Cae la noche, aceleramos. Subimos una cuesta, casi en la oscuridad, cuando diviso una víbora en el camino y se lo advierto a mi hijo extendiendo mis brazos. Me cuesta gritar como forma natural. Está a nuestra izquierda y es llamativamente grande. Mi hijo, a la distancia, le saca una foto. Una yarará. Es venenosa, le digo a mi hijo. Podría habernos mordido, pienso.

Me quedo mirándola a la distancia en la semi oscuridad. Todo pende de un hilo. Es sabido, pero no dejo de perder la capacidad de asombro. Algo dentro mío no termina de aceptar la incertidumbre. Es algo tan descomunal; no lo puedo aceptar. Es injusto, inadmisible. Intolerable. Pero sí que la veo: la incertidumbre es un dragón que a cada rato me muestra su boca, sus colmillos, su lengua y, sobre todo, el fuego devastador que pasa por ella.

lunes, 17 de noviembre de 2025

Mis deseos

 Una vez que salimos del sendero, ingresamos a los jardines del hotel, pasamos junto a la pileta y tomamos otro sendero que dice: "Cascada Guatambú". El camino es más llano. Vamos por un sendero que tiene a los costados cañas del tamaño de un árbol. Llegamos a un claro, un camino que cruza. Tomamos el sendero que se interna en una selva que baja y damos con la cascada. Agua de un color rojizo intenso. Ha llovido y lo traduce el caudal del salto cuando cae unos tres o cuatro metros a un piletón natural. Me concentro en los rojos del agua. Nunca vi algo así. Lástima que mi ánimo no es el más calmo. Tomarme fotos con mi hijo intensifica un nerviosismo bien aceitado. No me gusta registrar imágenes mías cuando no estoy en un buen momento. Sin embargo, lo hago: el tiempo borrará el recuerdo del nerviosismo y solo quedará la alegría de estar con mi hijo. Además, ese tono tan rojizo, me atrae. Me focalizo en él y por instantes cierto aire de amor y de sol entran a mi cuerpo; toco un bienestar muy deseado.

Volvemos a la calle que vimos hace un momento y caminamos en dirección al río. Así llegamos a un complejo de cabañas. Son de madera pero con un efecto de pulido sofisticado. Están enclavadas en la selva de manera de ofrecer las bondades de la naturaleza y el confort de la modernidad. Como no se ve ningún ser humano, indagamos por fuera. Luego vamos a la casa principal donde funciona la recepción de ese hotel y un restaurante. 

Al pie de una escalera, nos saluda un joven. Se ofrece a mostrarnos el lugar. No veo a nadie más. La parte exterior del restaurante impacta. Se ve el río, más abajo, con un verde por momentos traslúcido. La elegancia del agua. Le pregunto al joven si podemos tomar una limonada. Desaparece y al poco rato viene una joven. La moza, sonriente, nos dice que tiene varias frutas, que inclusive puede mezclar, pero no limonada. Opto por un juego de ananá y durazno. Pero mi cabeza se arrepiente; es mejor el de ananá con melón. Sin embargo, no digo nada. Mejor no entrar en más forcejeos en torno a las elecciones y mis deseos. 

domingo, 16 de noviembre de 2025

Después de nadar

Después de nadar y de pasar un buen rato acostados en las reposeras viendo caer la lluvia, volvemos un momento al cuarto antes del almuerzo. El menú del mediodía y de la noche consta de entrada, plato principal y postre. Platos elaborados con productos de la zona, con una nobleza simple. Porciones justas. Las mozas —jóvenes, calmas, amables— transmiten una tranquilidad que parece heredada.

En el almuerzo nos sirven sorrentinos de surubí. Buenos. Nunca había probado algo así. Nos sentamos junto a la ventana que da a la selva. La familia francesa termina de comer en la mesa que deseo ocupar: la mesa del vértice, donde convergen las dos galerías. El mejor espacio existencial. Tomo un poco de vino para atemperar mis nervios y duermo más tarde la siesta. Al despertar —cinco de la tarde— aún caen algunas gotas. Con mi hijo acordamos enfrentarlas para conocer los senderos de la reserva.

Nos internamos en uno que baja. Ramas, hojas secas en el piso, sombras que rozan el cuerpo. Por un momento pienso en los soldados americanos en Vietnam: esa sensación de avance incierto, como si algo pudiera aparecer de pronto entre la vegetación. Pero nada ocurre. Cruzamos un riacho, subimos una cuesta y salimos del otro lado.

Frente a nosotros aparece un camino y varias construcciones que miran al río. Un perro blanco, de tamaño mediano, nos ladra desde la entrada de una casa. El mismo que escuché la noche anterior, supongo. A la izquierda, una casa señorial de dos pisos, de hace un siglo, estimo. Más cerca, una casa más modesta que bien pudo haber sido la del cuidador. En su galería hay un busto de prócer y varias máscaras de arcilla: un pequeño museo improvisado, algo del orden del arte contemporáneo. “Acá vive un artista”, pienso.

Querría acercarme a la casa grande, pero lo descarto. Tomamos la dirección contraria. A lo lejos, dos perros bajitos nos ladran. Un cartel de “prefectura” los acompaña, frente a una casa moderna donde dos gendarmes nos observan.

—Nada de interés —dice mi hijo, y nos internamos de nuevo en la selva.

Tour

  Pregunto por un tour histórico que ofrecen en la recepción. Es muy fácil, me responden. Coordinamos para hacerlo. El guía, un hombre afabl...