Mi hijo acaba de salir a juntarse con sus amigos. Unas chicas, según me confesó, también son de la partida y luego la ida a bailar. Fue la primera vez que hablamos de un programa así. Dudaba de ir porque decía que no se sentía del todo bien, y eso me dio pie para contarle que a veces me pasaba algo parecido. Estaba cansado y la perspectiva de acostarme al amanecer del día siguiente me hacía dudar de ese programa llamado “ir a bailar”. Lo que definía mi decisión era si tenía o no una chica en vista. Si debía ir al lugar donde se bailaba, sin ninguna chica en vista, y dentro de ese espacio estruendoso lleno de gente conversar con una para de una manera siempre más bien compleja terminar con algún tipo de contacto físico, la posibilidad me resultaba tan remota que, estando como decía cansado, lo más probable era que me volviese temprano a mi casa. Incluso antes de pagar una entrada. Esperé que mi hijo me dijera si a él le pasaba lo mismo, pero fiel a su reserva habitual no soltó ninguna precisión. Solo se rió apenas y pronto, después de ponerse un buzo negro mío que valora mucho, salió de casa.
Yo me quedé aquí en el salón de estar. Fijo en el edificio antiguo de enfrente. Ahora sopeso sus cúpulas señoriales, su prestancia. Detrás veo, muy a lo lejos, un par de rascacielos. No puedo creer que hayan pasado más de treinta y cinco años de eso que le contaba a mi hijo, me digo. No siento todo ese tiempo como vivido, ni mucho menos siento que yo tenga todos esos años. Siento otro tipo de levedad, y sobre todo unos temores bastante parecidos a los que tenía entonces, y ese punto, el de los miedos, de algún modo me tiene todavía cerca de las noches en que podía salir a ver si allá afuera, por las calles, tendría un encuentro con la suerte.