En esa época avanzaba el otoño. Los días se acortaban. De los árboles caían unas hojas amarillas con tonos cada vez más opacos que volaban por la calle mientras tomábamos un café en un lugar cuyo nombre, por más intentos que hago, no puedo recordar. A sus mesas alguien las había puesto considerando la forma de la esquina para que cada uno pudiera ver pasar el tren, y después, más atrás, los árboles en la plaza.
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