Me subí al auto para ir a la osteópata que me había recomendado mi hermana. Treinta minutos de viaje. El Waze me hizo pasar por calles que no conocía, de un barrio residencial que me hizo pensar que había viajado a otra ciudad. Delicias de las máquinas. Bastante tráfico, pero llegué en horario. El edificio era nuevo, con un portero eléctrico confuso en relación con sus símbolos. Solucionado el asunto y convencido de que no tengo una inteligencia considerable para esos temas, me recibió la profesional en una oficina que irradiaba paz: música de pájaros y un piano de fondo, aromas placenteros y vistas a árboles altos y frondosos. Todo limpio y yo feliz. La mujer me pidió que me quitase la ropa a excepción de la interior y comenzó a trabajar en mi cuerpo. A partir de entonces, entré en una dimensión sanadora. Por primera vez en mi vida se liberó en mí una angustia inveterada y sentí unas ganas tremendas de llorar; supe enseguida que esa angustia tenía que ver con una persona que trabaja conmigo y me recuerda a mi madre por su incapacidad para tener cierto apego a la verdad. Faltas que yo también tengo y que no quiero ver en toda su magnitud. De manera que ahí están ellas, mostrándomelas con grandes carteles que siempre he elegido ignorar, convencido de que se trata de conductas muy distintas a las mías, cuando en realidad no son tan diferentes.
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domingo, 19 de octubre de 2025
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La osteópata
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