Emprendemos la ida hacia la frontera y, tras casi una hora de espera, por fin ingresamos a Brasil.
Las rutas están en refacción. Se percibe más desarrollo de este lado, si es que la palabra desarrollo resulta adecuada para describir la proliferación de signos de urbanidad: carteles, rutas, edificios, menos naturaleza.
Llegamos a la entrada del parque y decimos que vamos a almorzar en un hotel de lujo que funciona dentro del predio. Nos envían a un apartado, donde un hombre sonriente nos explica que va a averiguar si tienen disponibilidad. Llama y resulta que sí; pero debemos esperar el traslado, nos dice.
En eso aparecen dos hombres y una mujer. Tienen, calculo, unos sesenta años y son norteamericanos. Los hombres visten como turistas dispuestos a la aventura: remeras dry fit, sandalias de caminata, pantalones largos y ligeros. Llevan largavistas y son atléticos a pesar de su edad. La mujer, en cambio, parece más relajada. Hablan de las bondades del hotel al que nos dirigimos. Supongo que disfrutan con orgullo, pues consideran que han hecho lo necesario para gozar, con cierto entusiasmo, del turismo de alto nivel. O al menos eso colijo de sus modos y de lo que conversan: comparaciones con otros destinos, ideas de actividades para los días que siguen. Imagino que son estrictos con sus dietas y que se mantienen atentos a no envejecer mal los años que les quedan.
Descendemos con mi hijo de la combi y vamos a conocer un poco el hotel. Él está interesado, pero no llega a ser dominado por la frivolidad del lugar. Yo, al principio, estoy un poco más impresionado, pero con el tiempo la visión de una mujer con múltiples cirugías, la falsa elegancia de algunos que posan para unas fotos y otros detalles terminan por sumirme en la tristeza que a veces tiñe la riqueza y su frivolidad.
Con todo, almorzamos algo en la terraza. Pero el servicio es lento. Y, para peor, las camionetas y los ómnibus de traslado de turistas, detenidos con los motores encendidos frente a nosotros, nos tapan la vista de las cataratas y nos perturban con el ruido. En realidad, a mí me perturban. Mi hijo no se altera por cosas que no tienen importancia. Tiene otro talento para calibrar las acciones. Por eso se mantiene más calmo y mira el cielo. Supongo que también entreve que pronto pasarán unos pájaros.
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