Almorzamos en un lugar que tiene rejas para que los coatíes no roben las comida de los turistas. Desafiamos a esos animales comiendo en las mesas que están afuera de la jaula. Ninguno se acerca no obstante. La comida es poco lucida, por al menos no nos demoramos en la espera. Caminamos un poco más. En el museo de los guardaparques, en sus galerías, nos echamos en un banco de madera a tomar un siesta. Delicias de la vida que ocurren cada tanto. Mi hijo me despierta para continuar. Dice que roncaba.
Después, de visitar la garganta del diablo, y ver la fuerza del agua de primera mano, volvemos a pie en soledad. Hay un conjunto de mariposas en el suelo. Nos acercamos; ellas vuelan y forman un nube. No son grandes y tienen todas colores amarillos. Se mantiene en torno mío. Sonrío. Mi hijo me saca una foto con ellas. Es algo inusual. Me propongo grabar el instante. Fijarlo para darle importancia. Volumen. Calado. Debería quedar en la historia. Mi historia. La que rescata instantes que superan a las angustias y me ofrece la impresión de que al final todo ha valido la pena.
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