Esa noche de calor
y luna llena
escuchabas teros,
cosa rara, a lo lejos.
No solían sentirse
durante la noche.
Pero eso cambió
junto al hecho de que
los tordos no fueron más
al gran álamo del fondo.
Esa noche de calor
y luna llena
escuchabas teros,
cosa rara, a lo lejos.
No solían sentirse
durante la noche.
Pero eso cambió
junto al hecho de que
los tordos no fueron más
al gran álamo del fondo.
Porque hace mucho,
viste el fuego y el humo
desde los pastizales
acercándose
a tu cuerpo.
Y desde entonces,
una coraza recibe la brea
que agranda esa mancha
en tu pecho.
Ojalá hoy
todavía pudieras
hablar de los robles
y del efecto que tenían
sobre la casa de al lado
en construcción,
y ojalá pudieras
describir el efecto
que ese detenimiento
tuvo en vos.
Y al final del camino,
pensaste en cosas
que tienen que ver
con no fijarte metas
difíciles de lograr.
De ir con las bicis
hasta que el paisaje
se apague.
La luna alteraba
los nervios de los perros
y ellos los tuyos.
Esos días,
te concentrabas en la luna,
en el campo, en la manera
de no seguir pensando,
pero enseguida
un pensamiento venía.
Sin embargo, esa noche,
unas vacas en los cañaverales,
como fieras acechándote,
te ayudaron a concentrarte.
Ya en la oscuridad,
la sensación de estar
pedaleando en el aire,
te concentró en el camino
y por un momento
lograste no pensar.
Pero eso solo te llevó
a un dragón de Komodo
al sol.
Un gran dragón
entre las rocas,
ocioso, imponente
y mudo.
En el sueño
estaban los puteríos
-mujeres explotadas
como gallinas-, y ramas
y cañas altas, y después,
entre las hojas, hormigas
negras, en fila, incansables,
vehementes, laboriosas,
unas y otras, miles.
Y querías saber
a dónde iban.
Pero la fila era
interminable.
Muchas de tus ocupaciones
se limitaban a encontrar
una piedra en el zapato;
y a sentir esa piedra
día y noche.
Meditabas tanto sobre esa piedra
que después te absorbía
el trabajo de pulirla.
Imaginaste entonces,
con la bici al costado
en el olor nauseabundo,
un espectáculo
entre de los galpones.
Gallinas, gallinas
en sus jaulas
moviéndose como robots.
Y trataste de gozar
de esos árboles
entre los galpones
y del sol
que estallaba
detrás.
Y cruzaste una ruta
por la que no pasa nadie.
Seguiste por el camino
que a esta altura se ensancha,
y viste a tu derecha árboles sin hojas
y galpones iluminados por dentro.
Solo con el tiempo,
te diste cuenta de que nunca
apagaban las luces
para que las gallinas
sigan produciendo.
Las nubes se abrían
para dejar a la pradera más verde
y después casi amarilla
gracias a que el cielo
armaba la escena
con un gris intenso.
Estabas
en la parte que el campo
es más ondulado
y te bajaste de la bici
porque unos pájaros,
negros y pequeños,
formaban en el aire
una mancha
increíblemente perfecta.
Porque ibas en bici
el canto de los pájaros
te relajaba y anochecía.
El aire era cada vez más frío,
los sonidos cada vez
más lejanos.
Y por un momento,
todo tenía sentido.
Unos niños, como
pequeños animales,
para evitar la lluvia,
se ocultaban bajo grandes hojas
de esas plantas
“oreja de elefante”.
Saliste a pasear con tu perra
después del calor agobiante.
La noche apenas
había mejorado
ese letargo.
Más tarde, con dificultad,
te dormiste, y mientras dormías
se desató una tormenta.
Al despertar,
el viento era fresco.
Abriste las ventanas,
los árboles se movían;
los pájaros cantaban.
Eras feliz,
como alguien venido
de la antigua Grecia.
Y cruzaste una ruta
por la que no pasa nadie.
Seguiste por el camino
que a esta altura se ensancha,
y viste a tu derecha árboles sin hojas
y galpones iluminados por dentro.
Con el tiempo,
viste que no apagaban las luces
para que las gallinas
sigan produciendo.
Las nubes se abrían
para dejar a la pradera
más verde
y después casi amarilla
gracias a que el cielo
armaba la escena
con un gris intenso.
Los peces saltaban
cuando el frío perdía fuerza.
El agua se iluminaba
y las golondrinas repetían
sus vuelos circulares,
y vos no sabías
que te podías acostar
así sobre el muelle.
Y más tarde,
hablaste de que naciste
con el píloro tapado
y casi no podías comer.
Hasta que un médico,
de nombre Gianantonio,
decidió operarte
y te salvó la vida.
Y también contaste
que hace años,
cuando mirabas las estrellas,
la virgen
apareció de la nada,
y al día siguiente,
salvaste a tu hijo
de morir ahogado.
Y cuando vino la noche,
viste las estrellas
entre los árboles.
Y la perra se detuvo
y miró también
para arriba.
O eso te pareció
por un instante.
Cerrabas los ojos,
y había agua
y más agua,
cayendo,
y pájaros
entusiasmados,
unos y otros,
saltando
sobre el pasto.
Ese cuadro,
comentabas,
no es abstracto.
Si lo ves bien, decías,
habla de pantanos donde
una cigüeña mira los cuervos
que graznan alrededor.
Veías también
posibilidades parecidas
en los tachos de basura,
echados como estaban
en la vereda, a lo largo
de la calle, quietos,
tenues bajo la luz.
Estuve por varios barrios ayer. En realidad, debo explicarme mejor: primero fui a nadar a mi club cerca del río y disfruté bajo un sol tod...