Diez y treinta de la noche en el aeropuerto de Ezeiza. Estoy sentado en un café junto a la puerta de embarque número cuatro. Desde hace más de una hora observo a la gente que pasa, tan atento que me pregunto si lo que vivo —este tiempo y este espacio— pertenece a una realidad particular, o si mi vida no es más que el apéndice de un sistema que se despliega en todos los demás dentro de una función cuyo sentido permanece oculto. El pensamiento fue extraño y vino acompañado de un sentimiento perturbador: como si, gracias a esa revelación, pudiera quedar de un lado distinto al de la realidad.
El vuelo sale con una demora de cuarenta y cinco minutos. Se lo digo a mi pareja y a mis hijos. El avión va a Río de Janeiro y después a Dubái; nosotros bajamos en la primera escala. Por el aspecto de los demás pasajeros, muchos parecen seguir viaje. Siempre esta manía de clasificar a los otros: rostros que me sugieren oriente, occidente, árabes, ingleses, americanos. Una máquina que no descansa.
Las azafatas, maquilladas, llevan un sombrero redondo y un medio velo y parecen situarse entre Oriente y Occidente según su origen. Algunas de aspecto eslavo, otras inglesas o americanas, otras árabes, incluso una de rasgos orientales. Todas jóvenes y hermosas. La comida resulta sorprendentemente buena, con cubiertos de metal, aunque viajamos en clase turista. El vino también es correcto.
Bajo del avión en Río con cierta angustia: me parece que quienes permanecen dentro están condenados a seguir en ese encierro sofocante, donde por momentos falta el aire. Afuera, en cambio, el aire se percibe templado, muy distinto al frío de Buenos Aires. Tras una larga caminata llegamos a los puestos de migraciones: muchos mostradores, apenas dos funcionarios, y una fila larga y tediosa. Solo las tripulaciones pasan por un sector prioritario. Primero la de una aerolínea chilena, después la de Emirates. En un momento, esa tripulación queda a mi lado; solo nos separa una soga y unos postes metálicos. Entonces ocurre lo siguiente: una azafata, mientras habla con otra árabe, gira apenas la cabeza y me mira. La miro y aparto la vista, cohibido. Vuelvo a mirarla y ella hace lo mismo. Su mirada es intensa, inolvidable. Viene de Las mil y una noches.
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