El aire templado
en la noche quieta
ampliaba
lo que los grillos
cantaban,
los plumerillos
casi no se movían.
El camino de tantos días
iba hacia un palacio
en la montaña.
El aire templado
en la noche quieta
ampliaba
lo que los grillos
cantaban,
los plumerillos
casi no se movían.
El camino de tantos días
iba hacia un palacio
en la montaña.
Y contaste
que hace años,
cuando mirabas las estrellas,
apareció la Virgen
en tus pensamientos
y al día siguiente,
salvaste a tu hijo
de morir ahogado.
Más tarde, hablaste
de que naciste
con el píloro tapado
y casi no podías comer.
Hasta que un médico,
de nombre Gianantonio,
decidió operarte
y te salvó la vida.
Cuando vino la noche,
viste las estrellas
entre los árboles,
la perra se detuvo
y miró también
para arriba.
O eso te pareció
por un instante.
Cerrabas los ojos,
y había agua
y más agua,
cayendo,
y pájaros entusiasmados,
unos y otros,
saltando
sobre el pasto.
Y sin embargo,
ahí estuviste
una vez,
al amanecer,
hace tiempo,
como cierto dios,
feliz
con los pies en el agua.
Pero a veces,
en forma tenue
y esporádica,
vislumbrabas algo ligero
y amoroso
un vuelo imaginario.
Hubo noches
de muchos años
que soñabas con estar
cerca de los pájaros.
Deseo simple y bello
que no alcanzabas.
Una moderación
sería útil,
pero nada nos obliga
a grandes gestas
a la hora de construir
un reino.
Una garza,
ajena al fin del día,
caminaba sobre
plantas flotantes.
Se veía la luna
sobre el agua azulada.
Por la orilla, viste también
la luz de una potente linterna
que alguien usaba
en una balsa.
Entonces, gracias
a la luz, se movieron
las hojas del sauce
y solo disfrutaste
del ir y venir
de las ramas
sobre el agua.
Al llegar al pueblo,
donde pasaste con tu abuelo
algunos veranos,
con el sol en la cara,
te preguntaste
cómo enternecer
lo que es duro.
En el sueño,
ibas en bicicleta
hacia un parral rebosante
de uvas grandes y moradas,
algunas calandrias
bajaban al asfalto
y antes de que llegases cerca,
volaban.
Esa mañana
te levantaste
con la sensación
de malestar
que te persigue.
Sin embargo,
en lo más verde del pasto
estaban los pájaros.
Volvían a los árboles.
Y los miraste un buen rato
para llegar
a lo presentido
alguna vez.
Porque de los infortunios
hiciste un compendio de temores
que lograron atarte
a un palenque,
y ahora te toca
salir de ahí.
Querías permanecer
quieto y a la espera
hasta escuchar
oculto entre los árboles
un zorzal.
Al fin llueve,
los demás ruidos
se aplacan.
Lo que viviste
tiene un sentido.
Te podrías olvidar
de las inquietantes
manchas de petróleo
en la arena blanca.
Llueve
y sentís las gotas,
millones, suaves,
en el techo.
En el sueño
escribías en la nieve
con la ayuda de un palo
en un idioma
que no reconocías,
pero los trazos
te eran familiares.
Se trataba de un idioma
de dibujos que pedían
otros paisajes.
Estabas durante
muchas noches de invierno
cerca de lugares casi vacíos
y te sentías solo.
Tenías dieciocho años
y meditar no estaba
en tus planes.
Ahora eso cambió,
pero algo viejo y descascarado
estaba todavía al acecho
en el límite de un barrio
donde la basura volaba
hacia el campo.
Te paraste
frente al cadáver
de una vaca,
y del montón
de carne podrida
saltó un zorro
que se fue al trote
hacia el cálido
potrero de alfalfa.
Porque una obsesión
tomaba tu cuerpo
como si se tratase
de un territorio útil
para desde ahí
tomar otros espacios.
Por eso ibas
hacia el silencio.
La tierra entera, decías,
sería tuya cuando pudieras
crear silencio.
Es que esa noche
estabas con el niño
al que le gusta
hablarte al oído.
Y ese niño,
con insistencia,
te pedía una entereza
que no podías obtener:
esa fuerza que hace
erguir a los maizales.
Saliste a caminar
y en el frío oscuro
te diste cuenta
de que tus angustias
te seguían,
extendidas
como los cables
de la luz.
Después,
en medio de la noche,
acelerado por los sueños,
intentaste meditar.
Aunque el viento era suave,
seguías inquieto.
Y a la mañana siguiente,
un peligro incierto persistía.
Más tarde, con tu hijo,
pasaron por el lugar
donde te propusiste
cambiar.
El lugar donde pensabas
que sentirías una gran
fuerza, y después
agradecimiento,
y al fin alegría.
Esa noche, decía,
con las bicis a un costado,
caminaste en la oscuridad
con tu hijo.
Subieron a las bicis
y le preguntaste
por qué ya no leía libros.
Ya nadie lee libros,
dijo.
Y el mar vino a llevarse
lentamente el castillo de arena
que habían levantado
en la orilla.
Día cálido de sol y un viento tenue. Me levanté y después de mirar como tantas veces por el balcón los edificios que me acompañan desde ha...