Saliste a caminar
y, en el frío oscuro,
te diste cuenta
de que tus angustias
estaban extendidas
por todas las casas,
igual que el cableado
de la luz.
Saliste a caminar
y, en el frío oscuro,
te diste cuenta
de que tus angustias
estaban extendidas
por todas las casas,
igual que el cableado
de la luz.
Miraste el roble a la espera
de que tu mente se detenga
y que lo que te separa de él,
se comience a esfumar
como las nubes que al atardecer
se ven finitas sobre el mar
y antes de la oscuridad
ya no están.
Y ese mismo día
mirabas con ella
los festejos de año nuevo.
La gente alrededor
también parecía feliz.
Hasta que de pronto,
pensaste que esos fuegos
irían menguando,
igual que las estrellas.
Y te preguntaste,
¿quién buscará
cada día al otro
para que las miradas
sostengan la belleza?
Porque hace mucho,
viste el fuego y el humo
desde los pastizales
acercándose
a tu cuerpo.
Y desde entonces,
una coraza recibe la brea
que agranda esa mancha
en tu pecho.
Esa mañana pensaste
que tus días responden
a tus padres; y los de tus padres
siguen a los de tus abuelos.
El canal estaba
agitado por el viento.
Y viste
a la iglesia,
bajo el sol de mayo,
iluminarse frente al canal.
Se habían corrido
las nubes. El agua
se encendía.
Y miraste otra vez el canal
donde, ajenos y mudos,
nadaban unos peces.
Es que había algo fascinante
en el hecho de estar
en un lugar remoto e intenso
que debía ser caliente
pero estaba frío.
Esos días ibas con ella
arriba, al lugar donde
lo terroso y lo rojo,
lo oscuro y lo blanco,
era escarpado y salvaje,
un poco como su cuerpo.
Esos días
te levantabas a buscar
una paz imposible porque
si no era en un lado,
era en el otro
que un perro o alguien
alteraba tus nervios.
Tu sentir era
un lugar tenebroso
que no podrías describir.
Hasta que un día,
un águila voló desde
una montaña
y en tus sueños
entró a tu pecho
para llevarse con su pico
eso que te agitaba.
Y viste bañada en sangre
la serpiente que vivía
de tu carne
y sentiste
pena por su partida.
Te sentaste
en ese lugar
que se presenta
como tan exclusivo.
Ellas caminaban encarpetadas
con sus modos de madres
y señoras, mientras unas
ardillas andaban
como imitándolas,
con sus gestos
nerviosos y rápidos,
por los árboles.
Te ibas de tus manías
para ir a un lugar
donde lo que deseabas
dejaba de pesar.
Y en ese frío desierto,
aprendías a olvidar
incluso tus vivencias.
Y eras capaz de parecer
un mendigo.
Y cuanto más vagabas,
más llana y querible
te resultaba la gente.
Y gracias a tanta bondad,
te volvías un santo
y te pintaban
en una iglesia de Roma
junto a montones de ángeles.
Y te veneraban.
Pero vos querías
salir de ahí.
En el sueño
eras un pájaro
que iba a cantar
a una ventana
que reflejaba el cielo
azul, no celeste.
Dos o tres gatos
rondaban
sin ánimo de hacer daño
y adentro, en el cuarto,
dormía tu madre.
¿Alguien vio, en un
recodo de la noche,
la tortuga que de pequeña
era simpática y al crecer
se hizo adusta y nos mira?
Siete en punto. Amanecía.
Del otro lado del canal,
una muchacha corrió
hacia la escuela.
Una maestra seguramente.
Un día nublado con
un sopor persistente.
Las formas en tu mente
seguían tensas.
Girasoles frente a cuervos
te miraban
desde el alambrado.
Otra vez, vivías
el final de una película
que no termina con buen ritmo;
intentaste entonces volver a esa iglesia,
al querido canal y a las nubes; intentaste
ver esas nubes, así como estaban,
espesas, unas junto a otras.
Aquella noche
la ciudad a la que llegaste
estaba quieta
y el río era de un verde
casi azul.
Y confiaste
más en esa experiencia
que en cualquier idea
o postulado.
Ibas por nubes
de los cielos
mejor pintados.
Lo cercano tendía
a distenderse.
No tenías una exigencia
específica. Escuchabas
crecer las flores.
Solo los perros te seguían
y, sin embargo, no estaba
claro tu rumbo.
En las rosas chinas,
cantaban los pájaros.
No estaba claro
si por el ímpetu del paisaje
o porque tenían
unas ganas tremendas
de cantar.
En la noche, ella se alejó
sobre los adoquines
de la parte antigua.
Había parado de llover
y la humedad ayudaba
a oír sus pasos
mientras se acompasaban
a las pequeñas olas del canal.
Los reflejos en el agua
agitan eso que estaba dormido
y ahora quiere volver
para que otra vez creas,
y esa alma,
salvaje y sensitiva,
vuelva a zambullirse
en el mar.
Durante un tiempo
intentaste ser puro
de la manera que
es pura la nieve.
Hasta que
apareció el tallo
incipiente en lo blanco
y empezaste a entender
mejor el sentido
de la tensión.
Estaban en un banco
de ese lugar
que se presenta
como tan exclusivo.
Y las viste
mientras caminaban
encarpetadas
en sus modos de madres
y señoras, y te preguntaste
cuál de tus gestos
también responden
a los deseos de otros,
y qué tanto
puede ser liberado
en el corazón
de uno.
Siete en punto. Amanecía.
Del otro lado del canal,
una muchacha corrió
hacia la escuela.
Una maestra seguramente.
El día nublado tenía
un sopor persistente.
Las formas en tu mente
seguían tensas.
Girasoles frente a cuervos
te miraban desde el alambrado.
Otra vez, vivías
el final de una película
que no termina con buen ritmo;
intentaste entonces volver a esa iglesia,
al querido canal y a las nubes; intentaste
ver esas nubes, así como estaban,
espesas, unas junto a otras.
Viste que las nubes se abrían
para dejar a la pradera más verde
y después casi amarilla.
Y todo porque el cielo
armaba la escena
con un gris intenso.
Ese día fuiste hasta un café lejano
para tener una reunión de trabajo
que resultó amable y fructífera,
y cuando volvías por la ruta a tu casa,
tuviste la impresión
de que ninguna obra de arte
valía demasiado, y que ningún logro
tenía un peso específico.
De pronto, ya no era necesario
crear algo reluciente
sobre esta tierra
y en esta vida.
Y por un momento pensaste,
que las sonrisas que habías intercambiado
durante ese día gris y lluvioso,
recuperarían pronto
lo que habías perdido para siempre.
Te levantabas
a buscar una paz imposible
porque si no era en un lado, era en el otro
que un perro o alguien
alteraba tus nervios.
Tu sentir era un lugar ruinoso
que no podías explicar
bien a nadie.
Hasta que un día un pájaro dorado
voló desde una montaña alta y remota
y, en tus sueños, entró a tu pecho,
y, con su pico, se llevó
eso que te agitaba
a cada instante.
Y viste por fin la serpiente
amarilla y negra
que vivía de tu carne.
Día cálido de sol y un viento tenue. Me levanté y después de mirar como tantas veces por el balcón los edificios que me acompañan desde ha...