Te gustaría ir de nuevo
por el camino que se interna
en el bosque y desaparece
para recorrer el bosque
y seguir hasta el mar
horas y horas.
Te gustaría ir de nuevo
por el camino que se interna
en el bosque y desaparece
para recorrer el bosque
y seguir hasta el mar
horas y horas.
Al despertar, para serenarte,
cerraste los ojos. Esperabas
una señal, pero no había
nada en la oscuridad.
Esa luz tan deseada nunca llegó.
Pediste ser escuchado por quien
permanece en un silencio
que ni los perros rompen.
Había también un ulular del viento
sobre las casas rodeadas de enredaderas secas,
unos pinos y cada tanto álamos
y troncos secos entre los pastos crecidos.
Unos perros le ladraban
a las formas neblinosas del paisaje.
Hacía tanto calor
como en los días de verano
que lograron en nosotros
sobreactuaciones, crisis, llantos, y después
el anuncio de una ruta mejorada.
Bajo los plátanos, detrás de la iglesia,
se puede descansar, no hacer nada,
acotaste.
Ahí mismo donde ondeaban las banderas.
Azul, negro. Un escudo con tiburones
sonrientes. El club de pesca.
El mar mantenía un tono tan gris
que resultaba un cuerpo.
De pronto, dos patos bajaron al agua.
El momento me recordó a un telón
que descubrimos en una iglesia agrietada.
Tenía ese telón lo que podría haber
pintado en otra vida. El agua,
los pinos, las murallas detrás
y un camino que baja
en una leve inclinación.
En el centro de ese telón,
si todavía existe, unos gorriones
llegan a una mujer
que levanta sus brazos.
Y el sol detrás está ocultándose.
A un costado, por la vereda,
bajo las luces, dos personas
se aproximan.
Un viejo y un adolescente.
La luna llena tiene
un blanco transparente:
parcelas marcadas, caras
risueñas, inalcanzables, calmas.
Ciertos momentos
se elevan sobre otros.
Muchos son intrascendentes
y otros permanecen grabados
en una ola que desde siempre quiero pintar:
calles estrechas recorridas los días sin viento
en la soledad que me genera estar entre gente
sin que se escuche un pájaro.
Me pasó un día de invierno.
No se escuchaba nada,
apenas el ulular del viento,
fue como si estuviésemos cerca
de un océano calmo y oscuro
a la espera de un iceberg.
Un hielo enorme que sentía
las olas sobre su cuerpo.
Y para entonces no había un fruto
en el pico del pájaro
que veíamos en lo alto.
Dentro de la catedral,
fuimos hasta un costado
donde había gente aburrida,
pero no tantos como en la nave
central. Nuestra intención era ver
al obispo sobre el púlpito sermoneando
mientras los niños, a sus pies,
esperaban la primera comunión.
El momento tenía el tono
que debíamos alejar de nosotros,
pero nos intrigaba el espectáculo.
Por entonces, ya sabía que
lo mejor era vivir en una isla
rodeada de gigantes marinos
capaces de comer a los incautos
que se acercasen a minar
nuestras fuerzas.
A la salida de la iglesia,
nuestros hijos se complacían
con imitar los cantos de los zorzales.
Nos miramos, queríamos decir
tantas cosas: que nos apena
el paso del tiempo
y montones de ideas
sobre un lugar
donde se ve pasar el agua.
Ahora estoy en una cuadra
donde bien pude haber estado
en mi adolescencia a esta hora
de la madrugada.
Gracias al extraño decaimiento
que tiene por la noche la ciudad,
pienso que está idéntica la calle.
Pero bien visto no es verdad.
Muchas casas desaparecieron
para que se levanten edificios
sin encanto.
Ni bien sube nuestra hija
al auto le muestro una canción
que escuchaba a su edad
y ella me mira con ternura.
Hoy conversé con un hombre
acerca del inicio de la primavera.
Quería darle algún significado al día,
que es lo mismo que intento cuando
me acerco a cualquier orilla a ver
un delfín saltando por un mar
calmo como un plato.
Un delfín que cuando golpea el agua
genera la luz de un faro.
Con ese delfín cerca, imagino,
nuestras charlas se extenderían
entre hortensias florecidas y podríamos pintar
el más antiguo de los árboles
que adornaba nuestro valle.
Un ejercicio que nos permitiría
subirnos a una tortuga para recorrer
lugares áridos y cálidos.
Entonces, ¿por qué nada aparece en el lienzo
sobre esos lugares tan lejanos?
Muchas veces, solo quisiera echarme en el pasto
unos instantes y acariciar el perfil
de una escultura hasta que el blanco
tenga vida.
Esa mañana pensaste
que tus días siguen a tus padres,
y los de tus padres buscan a tus abuelos.
El canal estaba agitado por el viento.
De pronto, la iglesia, bajo el sol de mayo,
se iluminó frente al canal: se habían corrido
las nubes y el agua también se encendía.
Miraste entonces otra vez el canal,
donde ajenos y mudos, nadaban unos peces.
A lejos viste unos niños
que para evitar la lluvia
se ocultaban bajo grandes
hojas “oreja de elefante”.
Ibas en la bici, el canto
de los pájaros te relajaba
y el aire, cada vez más frío,
volvía los sonidos más lejanos.
En la parte del campo
más ondulado, te bajaste
a ver cómo unos pájaros
negros y pequeños
formaban una mancha perfecta.
Las nubes se abrieron
y la pradera primero
se puso más verde
y después, gracias gris del cielo,
casi amarilla.
Cruzaste entonces la ruta
por la que casi nunca no pasa nadie
para tomar el camino de tierra
que a esta altura se ensancha.
A tu derecha, viste árboles sin hojas
y galpones iluminados por dentro.
Los iluminan, pensaste,
para que las gallinas
sigan produciendo.
Sin apuro, te bajaste de la bici
y en el olor nauseabundo,
en los galpones, viste a las gallinas
en sus jaulas moviéndose como robots,
y al sol, ocultándose detrás
de unos eucaliptos, sobre el final,
apenas tocándolas.
Dentro de la catedral,
fuimos hasta un costado
donde había gente aburrida,
pero no tantos como en la nave
central. Nuestra intención era ver
al obispo sobre el púlpito sermoneando
mientras los niños, a sus pies, esperaban
la primera comunión.
El momento tenía el tono
que debíamos alejar de nosotros,
pero nos intrigaba el espectáculo.
Por entonces, en cierto modo,
sonábamos con vivir en una isla
rodeada de gigantes marinos
capaces de comer a los incautos
que se acercasen a minar
nuestras fuerzas.
A la salida de la iglesia,
nuestros hijos se complacían
con imitar los cantos de los zorzales.
Nos miramos, queríamos decir
tantas cosas: que nos apena
el paso del tiempo y montones de ideas
sobre un lugar donde cae agua y más agua.
Al despertar, para serenarte,
cerraste los ojos. Esperabas
una señal, pero no había
nada distinto a la oscuridad.
Esa luz tan deseada nunca llegó.
Sin embargo, por momentos veías
el parque de una ciudad antigua
donde ya no llovía y el verde destacaba
unos laureles rosados y blancos
que formaban un sendero por donde
caminabas evitando los charcos.
Y estabas contento:
el viento silbaba, hacía frío
y no había nadie en las calles.
Querías separar
la tensión del recuerdo
para que no pertenezca
a un lugar específico.
Pero separar los continentes
no es fácil.
O al menos quisieras,
desde la copa del árbol,
ver la reluciente piedra
de un blanco soñado.
Ahora estoy en una cuadra
donde bien pude haber estado
en mi adolescencia a esta hora
de la madrugada.
Gracias al extraño decaimiento
que tiene por la noche la ciudad,
pienso que está idéntica la calle.
Pero bien visto no es verdad.
Muchas casas desaparecieron
para que se levanten edificios
sin encanto. Ni bien sube nuestra hija
al auto, le muestro una canción
que escuchaba a su edad
y me mira con ternura.
Hoy conversé con un hombre
acerca del inicio de la primavera.
Quería darle algún significado al día,
que es lo mismo que intento cuando
me acerco a cualquier orilla a ver
un delfín saltando por un mar
calmo como un plato.
Un delfín que cuando golpea el agua
genera la luz de un faro.
Con ese delfín cerca, imagino,
nuestras charlas se extenderían
entre hortensias florecidas
y podríamos pintar
el más antiguo de los árboles
que adornaba nuestro valle.
Un ejercicio que nos permitiría
subirnos a una tortuga para recorrer
lugares áridos y cálidos.
Entonces, ¿por qué nada aparece
sobre los lugares más lejanos?
Muchas veces pienso que,
más que nada, quisiera
echarme en el pasto.
Al menos unos instantes.
Y acariciar un perfil
hasta que el blanco tenga vida.
Porque después de la pequeña luz
y del negro inabarcable
dejaremos de oscilar.
Intentaba buscar una paz
que había avizorado una vez
en una iglesia, ya no recuerdo dónde.
Hasta que por el campo me detuve
ante el cadáver de una vaca
y, detrás de la carne podrida,
saltó una liebre y mansamente
se fue hacia un potrero de alfalfa.
Gracias a la luna llena
y a la humedad,
esa noche el árbol resplandecía
para que unos sapitos buscasen
un haz de luz que los reflejase.
Mirabas la cantidad de estrellas
para recuperar lo que sentiste
hace tantos años.
Los mismos pájaros de entonces,
por el jardín, querías, esos que iban,
uno detrás de otro, elegían una rama,
trinaban, seguían, se rozaban por instantes.
La nube se movía apenas
solitaria en el medio del cielo.
Su blancura parece caliente,
desde las cansadas ramas,
donde los pájaros de las pequeñas islas
celebran las antiguas estatuas
que siguen en pie.
Supongo que estamos unidos
a las luces que agigantan
una serie de pétalos
naranjas, rojos y amarillos
que van hacia un ocre espléndido.
Vuelan a través de pueblos
y campos, cada mañana,
junto a plantas, animales
festivos y montañas.
¿Deberíamos ir a descansar
a la playa donde la luz del invierno
nos dio tanta tibieza?
Te decía: Me levanté con el ánimo
de crear algo íntimo, feliz, tibio y redondeado
que ilumine este día y el que sigue.
Y con suerte también el próximo.
Estaría ubicado ese objeto junto a un estanque
donde podríamos vivir como los impresionistas.
Y atrás quedaría el recuerdo de la espaciosa casa
donde fui un ratoncito que deseaba nadar
en un estanque.
Porque estoy cansando de mirar hacia atrás.
Cansado de construir una biografía
que tiene un dramatismo forzado.
Recibo ahora una luz capaz de dormirme
un día de calor bochornoso.
Qué bueno, porque en ocasiones así,
duermo como un recién nacido
en un tren que recorre el campo.
Y no tengo preocupaciones
porque no tengo deseos.
Aunque una sola cosa
incluso entonces me exige:
llegar a la estación cercana
a nuestra pequeña y querida casa.
Por suerte, en el último tiempo,
los sueños no dependen de algo mágico.
Más bien dependen de los seres
que veía revolver la basura
mientras anochecía en la ciudad.
Unos pobres diablos esos mendigos.
Aunque tal vez fueran dioses encubiertos capaces
de salvarnos de una catástrofe inminente
cuando en las calles se repitiese
una lluvia fina y helada.
Día cálido de sol y un viento tenue. Me levanté y después de mirar como tantas veces por el balcón los edificios que me acompañan desde ha...