Años después, de vuelta en la ciudad, inmerso en rutinas que no valdría la pena rememorar, una mañana que el viento era frío, desde la explanada de un palacio de justicia, vi en la plaza de enfrente unos niños acariciando un perro de raza indefinida. Sus madres sonreían delante de unos fresnos dorados. Viéndolas a ellas frente a esos árboles, que por momentos perdían sus hojas, me dio ganas de acostarme entre los antiguos tréboles. Entendí que no hay una frase ligada a algo definitivo, que es mejor escuchar qué dicen los pájaros.