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domingo, 30 de noviembre de 2025

La otra orilla.

Nueve y treinta. Tal como habíamos acordado, me llama mi hijo para ir a a desayunar. Último día en Puerto Bemberg. Por la tarde, sale nuestro vuelo. Desayuno en la mesa del vértice de la galería. Nuestra mesa. Omelette de jamón y queso. No más huevos revueltos. Mantengo el té. Mejor no arriesgar cierta excitación con el café. Mi hijo sigue contento por haber promocionado la materia que lo tenía a mal traer. Hablamos de sus amigos y del vínculo que ellos tienen con las mujeres. Quería así llegar a los de él, pero no logré grandes confidencias.  

Hay una pareja nueva en el desayuno. Un hombre de mi edad, Misionero por el tono de su habla, con una mujer más joven, también de aspecto del lugar. Sonrisa apacible e indeleble. Modos calmos, pelo lacio y negro. Tiene un cuerpo sensual. El hombre por teléfono le miente a su interlocutor: le dice que tuvo que viajar a El Dorado -otra ciudad- y que necesita que quien lo escucha le vaya a dar de comer a los gatos. Su tono impacta con fuerza en cada palabra. Noto también que no le dice gracias a la moza cuando corresponde que lo haga. 

Una vez que terminamos de desayunar, pierdo un poco el tiempo en mi cuarto. Videos de series viejas. La sensación que me queda es de vacío. Decido entonces salir a caminar a la costa del río hasta donde se cruza a Paraguay. Calculo que tengo una hora al menos. Llamo a mi hijo, pero él me dice que prefiere quedarse en su habitación. No sufre los espacios vacíos que padezco. Mira su celular y se mantiene sin algo dramático que lo afecte -porque bien pensadas las cosas nada de lo que nos ocurre habitualmente lo es-. Quisiera poder entender esa cuestión. No creo que logre éxitos notables. Pero esa sería mi meta para los tiempos que siguen, pienso, y salgo en busca del río, de la visión de la otra orilla. 

sábado, 29 de noviembre de 2025

La verdad

Vuelvo al hotel con las gotas y las dejo en la enorme bolsa de farmacia que llevo siempre: cremas para los pies, remedios, espuma de afeitar, loción para después de afeitarme, incluso perfumes. Una carga que arrastro en cada viaje. Me tiro en la cama después de abrir la ventana. Afuera, los grillos empiezan a cantar. Ningún perro ladra a lo lejos. El aire entra. Recupero un espacio de calma. También se oye un pájaro distante. ¿Será un atrapacaminos? ¿O ese otro pájaro que ensaya un ruido tan potente solo de noche?

Mejor leer un poco. Retomo el Diario argentino justo en la parte donde Gombrowicz describe un viaje en barco por el Paraná. Lo dejo. No termina de convencerme. Su mirada sensible se vuelve distante; también cierta afectación en la descripción del paisaje. Prefiero entonces seguir con el libro sobre los patagones del siglo XVIII, el encuentro entre los primeros europeos y los habitantes de la Patagonia.

Me llama mi hijo. Quiere ir a cenar.

En la cena nos sentamos junto a una pareja recién llegada. El hombre, argentino, tiene el aspecto de un inglés afable: pelado, una nariz insignificante, algo de actor de comedia. A su mujer no la llego a ver bien. Calculo que tienen mi misma edad y son de Buenos Aires. Educados, hablan en voz baja. Lo celebro en silencio.

Nos traen una picada de cortesía, tal vez porque es nuestra última noche, o quizá para compensar mis quejas por la falta de continuidad del agua caliente. También ofrecen un vino. Lo rechazo: tengo una botella abierta de días previos, que tomo muy de a poco y me encanta porque está fría. Sé que no es lo que marca el manual del vino, pero la prefiero así.

Llega el primer plato. Lo encuentro muy salado y se lo digo a la moza, aclarando que es la primera vez que el chef comete un desliz: quiero reforzar que su nivel en general es excelente, pero no puedo dejar de emitir la precisión crítica. Mi hijo me dice que exagero. A él le va mejor en la vida, en cierto modo. Pero no puedo escapar de mí mismo.

jueves, 27 de noviembre de 2025

Ciudad de Wanda

Después del tour histórico regresamos a la recepción. Preguntamos a la joven que nos atiende acerca de la posibilidad de ir a almorzar al hotel cercano, el más moderno, construido con madera de pino pulida. Pero mi hijo prefiere el menú de nuestro hotel. Está encantado con la cocina.

Almorzamos en la mesa que está en el vértice entre las dos galerías y nos echamos un rato a dormir la siesta. Cerca de las cinco, salimos hacia el Salto Bonito. Una cascada con un complejo que ofrece mesas y sillas de madera algo desvencijadas junto al agua. Tiene un bar con apenas un par de sillas de plástico.

En la puerta, un joven sostiene con fuerza a un rottweiler que quiere venir hacia nosotros con intención de jugar; aunque su actitud no termina de ser clara. Pido una Coca-Cola. No tenemos, me informa la joven que está con el muchacho del perro. Elijo un jugo para ayudar a los chicos. 

A mi hijo tampoco le gusta el parador. Tomamos un camino que baja hacia el río. Unos niños juegan al fútbol en una cancha con piso de cemento no muy grande. En la costa, pasamos por la prefectura. Al río se lo ve a la distancia. Calmo y con un marrón oscuro que brilla. Mejor emprender la vuelta a la ciudad de Wanda.

Ya en la ciudad, bajo a comprar unas almendras en una dietética y luego vamos a la plaza principal a una confitería que se llama Varsovia. El sitio mezcla lo guaraní con la comunidad polaca. Salgo con una sensación de irrealidad. Estoy en un espacio más fantástico, más libre. En cierto modo, más perfecto. Lo vislumbro en las personas que veo en la calle y en los comercios. Sonrientes, extraños por su aspecto; originales. Los vinculo con un aspecto mío que me encantaría conocer mejor.


domingo, 23 de noviembre de 2025

Tour

 

Pregunto por un tour histórico que ofrecen en la recepción. Es muy fácil, me responden. Coordinamos para hacerlo. El guía, un hombre afable, se empeña en contarnos la historia del lugar con lujo de detalles. Tal vez demasiados. Al final, formulo las preguntas que deseaba cuando el hombre finalmente se calla. No sé por qué tengo esa ansiedad por no quedar opacado por alguien que habla demasiado... Ojalá pudiera pasar más desapercibido de mí mismo.

Ni bien salimos del predio del hotel, tomamos una calle que baja hacia el río. A nuestro lado, está la selva y sus pájaros. Nos explica que en el lugar donde ahora vemos la vegetación llegaron a vivir más de dos mil familias. Cuando llegamos a una capilla, nos explica que hace poco la pintaron para un casamiento. Los novios se ofrecieron a pagar la pintura. Pero eligieron un color tierra desafortunado. Mejor sería un blanco, acordamos. 

Desde la entrada a la capilla baja una escalera de piedras hacia el río. Allí se ubicaban los feligreses para escuchar la misa, nos explica. Incluso había gente del lado de Paraguay. La voz del cura se escucha gracias a la acústica que crean el agua y las barrancas. Un espejo por donde me imagino iban las palabras. De ese modo, creer en algo superior sería más fácil. Vivir con mayores certezas. Otra tranquilidad; otra entrega. Yo me contento con mirar el agua.

sábado, 22 de noviembre de 2025

Diario argentino

No pasé una buena noche. Me empezó a molestar un oído y temí haber comenzado con una infección. Recordé que el agua de la pileta no lucía en buen estado, un evento que en el pasado me resultó sumamente doloroso. Como otras veces, sobreactúo el inconveniente. 

Tomé mucha agua, como hago en estas ocasiones. Así mis nervios, pienso, serán capaces de calmarse. También opté por leer un poco: El diario argentino de Gombrowicz. Pero no logró atraparme. Está bien escrito, e incluso encontré momentos interesantes, pero no sé si por mi estado de ánimo, o porque el autor no termina de entregarse, no logré una inmersión profunda.

Los pájaros empezaron con sus cantos y pronto los intensificaron cerca de mi cuerpo gracias a la ventana abierta. Un viento fresco hablaba de una selva atravesada por ríos. Intenté concentrarme en eso y de a poco pude calmarme. Por fin, cuando recuperé unas escenas eróticas, logré dormir un poco más. Me despertó mi hijo con un llamado a la habitación en el horario que habíamos quedado: nueve y media.

viernes, 21 de noviembre de 2025

La joven del arpa

Ese martes por la noche fuimos también a cenar al comedor. Solo estaba la pareja que no nos saludó cuando entramos de nuestra caminata por el sendero: un hombre de unos sesenta y tantos años y una mujer de poco más de treinta, con una hija de dos o tres. Comían cerca de la puerta. Nosotros elegimos una mesa junto a la ventana. No los miré. Quería evitar confrontar su falta de educación. Pero en mi cabeza seguían presentes: ¿cómo ese hombre había decidido ser padre a una edad tan avanzada? ¿Qué pensaría su pareja? ¿Y qué futuro tendría su hija frente a un padre que sería tan viejo cuando ella fuera todavía joven?

La selva, alrededor de esa casa noble, daba a entender ciertas historias que respiraban junto a la chimenea antigua —que no sé si alguna vez se encendía—, los sillones y la biblioteca de madera pesada que iba del piso al techo, con su escalera para los rincones más altos.

Bifes a la criolla y antes una entrada lograda. Lo mismo el postre. La música agradable. Pero también estaba la niña gritando. Los padres intentaban calmarla, y bastante lo lograban. El hombre con ese tono altanero que había entrevisto, propio de cierta gente del noroeste: un ritmo seguro, incluso un poco sobrador.

Todo lo opuesto a la dulzura de la joven que nos consultaba si habíamos disfrutado la comida. Intenté concentrarme en esas inflexiones y en la manera en que movía las manos. Tenía las uñas cuidadas y unos dedos largos que imaginé tocando un arpa en la galería de la casa una mañana de sol. Por los árboles andaban los pájaros. Luego volví a mi mesa y pedí la cuenta.


miércoles, 19 de noviembre de 2025

El examen


Optamos con mi hijo por ir a desayunar afuera, justo en la mesa que ocupa el vértice entre la galería de un  costado y mira de frente a la selva; más allá está el río. Todo tiende a la calma cuando veo los árboles. El día es inusualmente frío para esta época del año y está nublado. Todo eso me gusta. Hay una fuerza en la primavera. Una transición que todavía guarda un ímpetu propio del invierno. Se crea un margen, y son los márgenes los que más me convocan. 

El desayuno fue un bálsamo. Pero esta vez elegí tomar un té. No quiero someter a mi cuerpo a la tensión que le ocasiona el café. Pero no pienso sostener esta política. Hay algo en el café, esa fuerza inexorable que lleva a mi cuerpo a tensarse, que me atrae. Me da un impulso vital. 

Mi hijo está atento a los resultados de un nota que un profesor tiene que subir la web. Consulta una vez más y sí: están los resultados del examen. Con esos resultados y las anotaciones que tiene de sus respuestas, me explica, debe sacar cuentas. La sacamos con nerviosismo. Parece que le ha ido bien. Volvemos a hacer las cuentas; siempre con una tensión marcada y sí, le ha ido bien. Ha aprobado. Festejamos. Está feliz. Le ha costado aprobar una materia sin tener que rendir un final. Con toda su enorme sabiduría ahí está su escollo. Le cuesta programar sus estudios con tiempo. Hasta hace poco llegaba a situaciones límites. Pero esta vez ha superado esa dinámica y ha promocionado. Me abraza y permanece sonriente en un estado de gracia que solo pueden enmarcar, tal como lo hacen detrás suyo, los pájaros. Su sonrisa no se borra. Se mantiene en sus labios. Cuánto debo aprender de ese joven no alcanzo a saberlo. Si lo supiera mi vida ya habría cambiado. 

martes, 18 de noviembre de 2025

Yarará

El jugo resulta buenísimo. Concluyo que ananá y durazno es mejor que ananá y melón. El melón y el ananá no hacen un buen maridaje: el melón es muy sutil, sería opacado, supongo. Como no tengo el celular ni dinero, mi hijo se ofrece a pagar. Ingresa con la moza al restaurante mientras yo me quedo contemplando el agua que más abajo viaja. Nadie a la vista. La felicidad está acá, me digo.

La joven nos explica que por la noche podríamos ir a cenar. Me interesa el programa. Antes de saludar con una sonrisa a la joven, le doy mi número para que nos envíe el menú. La mujer nos sonríe más. Otra mujer simpática. Nos vamos de vuelta al hotel. Cae la noche, aceleramos. Subimos una cuesta, casi en la oscuridad, cuando diviso una víbora en el camino y se lo advierto a mi hijo extendiendo mis brazos. Me cuesta gritar como forma natural. Está a nuestra izquierda y es llamativamente grande. Mi hijo, a la distancia, le saca una foto. Una yarará. Es venenosa, le digo a mi hijo. Podría habernos mordido, pienso.

Me quedo mirándola a la distancia en la semi oscuridad. Todo pende de un hilo. Es sabido, pero no dejo de perder la capacidad de asombro. Algo dentro mío no termina de aceptar la incertidumbre. Es algo tan descomunal; no lo puedo aceptar. Es injusto, inadmisible. Intolerable. Pero sí que la veo: la incertidumbre es un dragón que a cada rato me muestra su boca, sus colmillos, su lengua y, sobre todo, el fuego devastador que pasa por ella.

lunes, 17 de noviembre de 2025

Mis deseos

 Una vez que salimos del sendero, ingresamos a los jardines del hotel, pasamos junto a la pileta y tomamos otro sendero que dice: "Cascada Guatambú". El camino es más llano. Vamos por un sendero que tiene a los costados cañas del tamaño de un árbol. Llegamos a un claro, un camino que cruza. Tomamos el sendero que se interna en una selva que baja y damos con la cascada. Agua de un color rojizo intenso. Ha llovido y lo traduce el caudal del salto cuando cae unos tres o cuatro metros a un piletón natural. Me concentro en los rojos del agua. Nunca vi algo así. Lástima que mi ánimo no es el más calmo. Tomarme fotos con mi hijo intensifica un nerviosismo bien aceitado. No me gusta registrar imágenes mías cuando no estoy en un buen momento. Sin embargo, lo hago: el tiempo borrará el recuerdo del nerviosismo y solo quedará la alegría de estar con mi hijo. Además, ese tono tan rojizo, me atrae. Me focalizo en él y por instantes cierto aire de amor y de sol entran a mi cuerpo; toco un bienestar muy deseado.

Volvemos a la calle que vimos hace un momento y caminamos en dirección al río. Así llegamos a un complejo de cabañas. Son de madera pero con un efecto de pulido sofisticado. Están enclavadas en la selva de manera de ofrecer las bondades de la naturaleza y el confort de la modernidad. Como no se ve ningún ser humano, indagamos por fuera. Luego vamos a la casa principal donde funciona la recepción de ese hotel y un restaurante. 

Al pie de una escalera, nos saluda un joven. Se ofrece a mostrarnos el lugar. No veo a nadie más. La parte exterior del restaurante impacta. Se ve el río, más abajo, con un verde por momentos traslúcido. La elegancia del agua. Le pregunto al joven si podemos tomar una limonada. Desaparece y al poco rato viene una joven. La moza, sonriente, nos dice que tiene varias frutas, que inclusive puede mezclar, pero no limonada. Opto por un juego de ananá y durazno. Pero mi cabeza se arrepiente; es mejor el de ananá con melón. Sin embargo, no digo nada. Mejor no entrar en más forcejeos en torno a las elecciones y mis deseos. 

domingo, 16 de noviembre de 2025

Después de nadar

Después de nadar y de pasar un buen rato acostados en las reposeras viendo caer la lluvia, volvemos un momento al cuarto antes del almuerzo. El menú del mediodía y de la noche consta de entrada, plato principal y postre. Platos elaborados con productos de la zona, con una nobleza simple. Porciones justas. Las mozas —jóvenes, calmas, amables— transmiten una tranquilidad que parece heredada.

En el almuerzo nos sirven sorrentinos de surubí. Buenos. Nunca había probado algo así. Nos sentamos junto a la ventana que da a la selva. La familia francesa termina de comer en la mesa que deseo ocupar: la mesa del vértice, donde convergen las dos galerías. El mejor espacio existencial. Tomo un poco de vino para atemperar mis nervios y duermo más tarde la siesta. Al despertar —cinco de la tarde— aún caen algunas gotas. Con mi hijo acordamos enfrentarlas para conocer los senderos de la reserva.

Nos internamos en uno que baja. Ramas, hojas secas en el piso, sombras que rozan el cuerpo. Por un momento pienso en los soldados americanos en Vietnam: esa sensación de avance incierto, como si algo pudiera aparecer de pronto entre la vegetación. Pero nada ocurre. Cruzamos un riacho, subimos una cuesta y salimos del otro lado.

Frente a nosotros aparece un camino y varias construcciones que miran al río. Un perro blanco, de tamaño mediano, nos ladra desde la entrada de una casa. El mismo que escuché la noche anterior, supongo. A la izquierda, una casa señorial de dos pisos, de hace un siglo, estimo. Más cerca, una casa más modesta que bien pudo haber sido la del cuidador. En su galería hay un busto de prócer y varias máscaras de arcilla: un pequeño museo improvisado, algo del orden del arte contemporáneo. “Acá vive un artista”, pienso.

Querría acercarme a la casa grande, pero lo descarto. Tomamos la dirección contraria. A lo lejos, dos perros bajitos nos ladran. Un cartel de “prefectura” los acompaña, frente a una casa moderna donde dos gendarmes nos observan.

—Nada de interés —dice mi hijo, y nos internamos de nuevo en la selva.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Después del desayuno

Después del desayuno, y de descansar un rato en el cuarto, vamos con mi hijo un rato a la pileta. Se escuchan truenos a lo lejos. Bajo el cielo gris opto por nadar antes de que llegue la tormenta. Intento concentrarme en mis piernas. Atender cuando golpean en el agua. Fijarme en la coordinación de mis brazos. Lo logro por instantes; el resto del tiempo mi cabeza sigue en un tren de pensamientos que circundan siempre una angustia perpetua. Sus temas al menos van rotando. 

Cuando empiezan a caer las primeras gotas, salgo del agua. No es lógico arriesgarme a que caiga un rayo. En una repostera, veo caer el agua. Mi hijo, a mi lado, se entretiene con el celular. Le dedica mucho tiempo a observar videos en las redes. Al parecer, lo hace con placer, cosa que no deja de sorprenderme. Tiene una atención poco censuradora hacia lo que mira; su curiosidad, por lo visto, se traduce en placer. 

Yo en cambio no logro relajarme; incluso frente al enorme espectáculo que es una tormenta tropical. Los pájaros por momentos, cuando para de llover unos instantes, cantan con placer. Celebran la lluvia. Tal vez el café me produce el estado de aceleración que padezco. O es más bien, la imposibilidad de dejar de pensar en la alergia que me invade desde el día anterior. Son ciclos clásicos: salgo de viaje para disfrutar, pero al mismo tiempo hay una presunción: no voy a ser capaz de lograrlo. Tarde o temprano, un hecho en apariencia fortuito va generar un recuerdo o un lazo con una angustia encriptada que emerge en mi cuerpo. Viene de una imagen o de un comentario. De inmediato mi cabeza genera la molestia y luego se queda de forma obsesiva recreándola, buscándola. Está claro que no debe atender a ese pensamiento, no debe conectarlo con la molestia en mi cuerpo, pero no puede dejar de hacerlo. 

No veo por qué tanta saña. La visión por casualidad de una aguja logra que mi cabeza se conecte con el dolor que me generó una infección de penicilina en mi juventud. El dolor reaparece. Casi tan fuerte como entonces. Me ataca y quedo atrapado por un largo tiempo. Mi cabeza recrea la sensación sin el menor signo de cansancio. Lo bueno es que mientras tanto los pájaros cantan y la lluvia cae.

jueves, 13 de noviembre de 2025

La suma de todos los miedos

 

Me tengo que hacer a la idea —y para esto escribo estas líneas— de que voy a vivir siempre con una estructura obsesiva a cuestas. Para bien y para mal, es mi manera de andar. Es un modo agotador que me insume una cantidad enorme de energía y que me limita bastante. Debo atender a montones de detalles capaces de encender alarmas que imagino que en otras personas no se encienden. Tener un instante de paz, de calma, de olvido, de pérdida de las preocupaciones, es un hito en mi vida.

Día tras día, debo vivir pendiente de un tema, que siempre entraña un peligro, un temor, una molestia y ese asunto acuciante. El problema es que, cuando supero un tema, enseguida aparece otro igual de preocupante o más. Salud, dinero, relaciones humanas. En todos los casos, está presente la posibilidad de perder el control de mí mismo, de no ser capaz de gobernar mis nervios, a los cuales les tengo un miedo enorme.

Supongo que cualquiera que me conozca se sorprendería al leer esto porque, gracias a un trabajo descomunal, a lo largo de los años he logrado disciplinarlos. No me ha sido fácil y muchas veces he estado  cerca de rendirme ante sus fuerzas. Pero haberme levantado es mi mayor orgullo y consuelo.


miércoles, 12 de noviembre de 2025

Un vía útil

 Por la tarde fuimos con mi hijo a conocer el pueblo más cercano, Puerto Libertad, un lugar encantado, como son los pueblos de esta región. Todos tienen tierra colorada y el clamor de la selva y los ríos que atraviesan sus comarcas. Pero sobre todo están sus habitantes. Extraños. Desopilantes sería la palabra, pero ningún término en realidad engloba la extrañeza, la libertad, la absoluta naturalidad con la que se aproximan a la vida silvestre al punto de convertirse ellos en lo más parecido a la fauna que los rodea. 

Salto bonito es un lugar que tiene un parador sumamente rústico a sus costados. Y casas humildes, y ese ambiente irreal del que hablaba antes. Lo mismo la ciudad Wanda, que está a pocos kilómetros. Las personas que me crucé no parecían pertenecer a la vida que llevo. Tenían un ritmo que seguramente hacía que el tiempo para ellas fuera muy diferente al mío. Y de eso hablábamos con mi hijo. Yo ponderaba esas características y él decía que prefería cualquier ciudad a la vida tranquila de los pueblos. Tienden a aburrirme, dijo. Le expliqué mi teoría: hay dos tipos de personas. Las que tienden a aburrirse y las que tienden a la ansiedad. Para estas últimas, la tranquilidad, la rutina de un pueblo, puede ser una vía útil para canalizar tanta aceleración. 


martes, 11 de noviembre de 2025

Puerto Bemberg Primer día

Primer día en Puerto Bemberg. Desayuno en la misma mesa que la noche anterior. Hay una familia de franceses que optaron por desayunar afuera en una mesa ubicada en la unión de la galería que tengo a mi derecha y el ala del frente. Un vértice ideal para contemplar el paisaje. Ambiciono en mi cabeza esa mesa para el futuro. 

Nuestro cuarto es amplio y tiene una disposición atractiva. Hay algo en los espacios que me hace quererlos o no de acuerdo a la concertación estética del espacio. 

La familia de franceses está compuesta por un hombre de unos sesenta años, una mujer de una edad cercana y dos hijas de unos veinte años. La noche anterior hablaban animados, pero en un tono educado. Lo mismo una pareja que estaba a un costado nuestro. La música en la cena también estaba en un tono bajo. 

Pero luego la lectura, en la mesa de la galería, por parte del francés en voz alta a su mujer, mientas estoy acostado en mi cama en el cuarto, me molesta. Tiene el idioma una cadencia monótona que me irrita. O tal vez sea la repetición de ciertos tonos que vuelven su voz un tanto cerebral y pedante. En todo caso, me molesta escuchar voces en los ámbitos de mi intimidad. Las molestias invaden mi vida a cada instante gracias a que mi cabeza se la pasa detectándolas. No puede dejar de sondear cada aspecto de lo circundante. Investiga a ver si existen estímulos molestos o placenteros. Una y otra vez, sin cansarse.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Puerto Bemberg

Día con altibajos. Desayuno y visita histórica a Puerto Bemberg. Fundado por una familia de mucho dinero. Su objetivo, en teoría —dijo el guía—, era el desarrollo de la región. Llegó a tener más de dos mil familias viviendo allí para producir yerba mate.

Al principio —nos explicó— usaban hombres recios para combatir la selva. Pero había desorden, peleas, recelo. Cosas de machos impetuosos. Lo más útil, convinieron los empresarios, fue establecer familias: orden social. Así prosperaron.

Pero prosperaron tanto que debieron enfrentarse al mismísimo presidente de la República, que quiso una parte de sus fortunas. La lucha fue a muerte, y primero debieron irse los Bemberg —tan ricos: setenta y dos propiedades por todo el mundo, dijo el hombre—. Luego el presidente, cuando fue derrocado por enemigos similares a los Bemberg. Todos perdieron. En ese entonces, las luchas eran a cara o cruz, dijo el guía.

Hoy quedan los edificios en representación de esa historia. Una capilla frente al río. En sus escalinatas externas el cura daba misa para miles de feligreses. Había incluso algunos del otro lado, en Paraguay, porque el río —gracias a las hondonadas costeras— crea una acústica excelente, nos explicó. La voz de los curas bajaba desde lo alto en busca de un sentido, de una pacificación que tal vez no llegó nunca.

domingo, 9 de noviembre de 2025

Puerto Bemberg

 

Después de ir al lado brasileño de las cataratas, pasamos por un shopping duty free. Convocante el ambiente gracias a la simpatía de las vendedoras. Pasamos incluso un rato agradable en el sector de perfumes. Contagia el entusiasmo de mi hijo en torno a los aromas. Decidí, además, soltar un poco la billetera: compré ropa y algunos chocolates. Bastante generosidad para lo que suele ser mi estilo, en favor de no comprar cosas que no preciso. Por supuesto, la medida de la necesidad es amplia, y en mi caso está la obsesión de no caer en la frivolidad. En mi cabeza, significa un pecado grave: una forma de caer en la intrascendencia. Si yo fuera más leve, vería que la frivolidad también puede ser una forma de diversión, un respiro, aire.

Seguimos viaje por una ruta de noche que desplegaba los aromas del campo en verano. Alrededor estaba la selva misionera, con una electricidad convocante.

El Waze nos hizo ir por una serie de caminos vecinales donde había atrapacaminos —pájaros de colas largas y ojos fosforescentes— que esperaban nuestro avance inminente para levantar vuelo. Por fin llegamos. El lugar es una reserva privada que pertenece a una de las familias más ricas de la historia de nuestro país. La posada hoy tiene el ambiente relajado de los hoteles que fueron de categoría y transitan una vejez serena. Se nota en la calidad de los muebles y en la nobleza de las paredes. Todo lo realza el encanto de las mujeres que atienden, difícil de igualar. Diría que tienen un amor por sonreír que las asemeja al canto de los pájaros. También una suerte de practicidad y sabiduría grandes. Saben estar bien gracias a un talento innato para hacer las cosas más a mano. Adoro sus modos, su forma de hablar y sobre todo sus pelos lacios.

viernes, 7 de noviembre de 2025

El miedo a lo desconocido

 

Amanece en Puerto Bemberg. Escucho los pájaros, fuertes, intensos, alegres. La selva los entusiasma o tal vez es el río cercano y la promesa del verano. Son jóvenes, supongo. Todos los pájaros lo son. Nunca he visto la vejez en uno. 

Logro volverme a dormir y después me despierta con suavidad mi hijo. Me dice: Son las nueve y media. Desayuno y luego ida a la pileta a nadar. Se escuchan truenos a lo lejos; pronto llegan las primeras gotas. Salgo por precaución del agua. Vemos con mi hijo el aguacero acostados en una reposaras bajo un techo junto a la pileta. Como mi hijo está a la espera de una nota de su facultad, mira cada tanto el celular a ver si hay novedades. Todavía no. El profesor quedó en subir las notas el día de ayer. Pero eso no ocurrió. Mi hijo vuelve, entra al mismo lugar de la web, pero no hay caso. 

Intento relajarme, pero no logro. Permanezco en la reposera concentrado en los árboles mojados por la lluvia. No logro el ansiado descanso. Sospecho del café. Muy fuerte. Persiste en mi cabeza una fijación, un estado de alerta que no se compadece con ningún hecho puntual. Sospecho de mi trabajo. En el último tiempo, siempre me ocurre lo mismo: pienso que tengo oportunidades atractivas en lo material al alcance de mi mano. Treinta años de trabajo como abogado dieron sus frutos. Me queda un esfuerzo más para recogerlos. Las ideas para ampliar mis reclamos. Ocurre que vienen a mí con la mayor naturalidad. El problema es que me falta entusiasmo. Quisiera huir hacia espacios más libres. Lugares que tildo de más "creativos". Pero hasta ahí llego y me estanco. Temo no voy a tener una inserción específica en el mundo del arte. Me digo que en realidad no creo en el mercado del arte. Y tal vez por eso no se me da tan bien como el tema de los reclamos. Esas demandas en mi cabeza vienen a mí como pájaros a las ramas de un  árbol. ¿Mejor aceptarlo y continuar con miles de reclamos más? ¿O debo privilegiar mis ganas de lanzarme a crear? 

jueves, 6 de noviembre de 2025

La belleza y la paz

 

Volvemos al hotel. Ducha y salimos para el pueblo. Recalamos en un restaurante que nos recomendó nuestro amigo de la agencia de autos Joel Esteban. Está bien el lugar, tiene mesas afuera. Están en un patio que da a la calle. El ojo de bife que pruebo es algo fuera de serie. Se lo pondero al mozo. Las papas fritas en cambio son de "paquete. Lo artificial, lo imperfecto siempre está al acecho, y esa falsedad me se empeña en cortar los contados momentos en donde la belleza y la paz se hacen presentes. La mayoría del tiempo reina la imperfección. Por eso debería abrazar con todas mis fuerzas a esas manchas. Ser capaz de ver en detalle su belleza y sus tonos. Va siendo hora.

Pero por lo pronto prefiero continuar en busca de esos instantes preciados, absolutamente infrecuentes, que cuando aparecen resultan intensos. A tal punto, que el devenir se alinea con el sentimiento y entre uno y el resto no hay nada.  

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Cataratas

 

Llegamos hasta el final de nuestra caminata: la Garganta del Diablo. El lugar donde el río cae. Blancura que desciende en busca de un nuevo piso. Me quedo con la fuerza del agua, con su volumen, su fascinante potencia. Me tienta dejarme llevar, pero sería perder la vida. Así funciona la atracción máxima de la belleza: la mayor potencia encarna el fin.

Arriba, a los costados, están los pájaros, cantando como si nada. O más bien, como si esa fuerza demoledora los exaltase también. Los árboles, toda la vegetación excelsa, acompañan junto con los coatíes, los monos, los cervatillos e incluso los jaguares. El paraíso: el lugar desde uno debe caer.

martes, 4 de noviembre de 2025

Las mariposas

 

Almorzamos en un lugar que tiene rejas para que los coatíes no roben las comida de los turistas. Desafiamos a esos animales comiendo en las mesas que están afuera de la jaula. Ninguno se acerca no obstante. La comida es poco lucida, por al menos no nos demoramos en la espera. Caminamos un poco más. En el museo de los guardaparques, en sus galerías, nos echamos en un banco de madera a tomar un siesta. Delicias de la vida que ocurren cada tanto. Mi hijo me despierta para continuar. Dice que roncaba. 

Después, de visitar la garganta del diablo, y ver la fuerza del agua de primera mano, volvemos a pie en soledad. Hay un conjunto de mariposas en el suelo. Nos acercamos; ellas vuelan y forman un nube. No son grandes y tienen todas colores amarillos. Se mantiene en torno mío. Sonrío. Mi hijo me saca una foto con ellas. Es algo inusual. Me propongo grabar el instante. Fijarlo para darle importancia. Volumen. Calado. Debería quedar en la historia. Mi historia. La que rescata instantes que superan a las angustias y me ofrece la impresión de que al final todo ha valido la pena.

domingo, 2 de noviembre de 2025

Madre e hija

 

Amanezco en el hotel en el medio de la reserva ecológica cercana a Iguazú. Las cosas parecen encontrar una calma. Sobre el fin de la tarde anterior, fui a nadar. La pileta se había recuperado bastante de la lluvia intensa. Un buen hombre vi que la había limpiado más temprano. Nadé un poco entre una madre y su hija. Tenían la impronta de la gente alegre. Se reían de cualquier cosa prácticamente. Parecían muy felices de estar en la pileta. Solo eso. Supuse que eran de un origen humilde porque tenían un fisonomía propia de los pueblos originarios. Gracias a ese dato, mi cabeza elaboró toda una teoría basada en cuestiones bastante resbalosas y cuestionables. 

Después, llegaron dos parejas de alemanes. El contraste fue evidente. Gente de edad avanzada que circuló por la pileta con más recato. No me sugirieron más que una vida de trabajo. Décadas para disfrutar bajo las cascadas artificiales de la pileta. Sonreían por momentos. Mucho menos que las bulliciosas madre e hijas que para entonces me parecían algo alejadas de mis parámetros. ¿Eran demasiado grandes para reírse por nada? 

Por lo visto, mi cabeza tiende a la censura de un modo demasiado pronunciado. Lo peor es que eso funciona conmigo también. 

sábado, 1 de noviembre de 2025

Belmond Hotel

Emprendemos la ida hacia la frontera y, tras casi una hora de espera, por fin ingresamos a Brasil.
Las rutas están en refacción. Se percibe más desarrollo de este lado, si es que la palabra desarrollo resulta adecuada para describir la proliferación de signos de urbanidad: carteles, rutas, edificios, menos naturaleza.

Llegamos a la entrada del parque y decimos que vamos a almorzar en un hotel de lujo que funciona dentro del predio. Nos envían a un apartado, donde un hombre sonriente nos explica que va a averiguar si tienen disponibilidad. Llama y resulta que sí; pero debemos esperar el traslado, nos dice.

En eso aparecen dos hombres y una mujer. Tienen, calculo, unos sesenta años y son norteamericanos. Los hombres visten como turistas dispuestos a la aventura: remeras dry fit, sandalias de caminata, pantalones largos y ligeros. Llevan largavistas y son atléticos a pesar de su edad. La mujer, en cambio, parece más relajada. Hablan de las bondades del hotel al que nos dirigimos. Supongo que disfrutan con orgullo, pues consideran que han hecho lo necesario para gozar, con cierto entusiasmo, del turismo de alto nivel. O al menos eso colijo de sus modos y de lo que conversan: comparaciones con otros destinos, ideas de actividades para los días que siguen. Imagino que son estrictos con sus dietas y que se mantienen atentos a no envejecer mal los años que les quedan.

Descendemos con mi hijo de la combi y vamos a conocer un poco el hotel. Él está interesado, pero no llega a ser dominado por la frivolidad del lugar. Yo, al principio, estoy un poco más impresionado, pero con el tiempo la visión de una mujer con múltiples cirugías, la falsa elegancia de algunos que posan para unas fotos y otros detalles terminan por sumirme en la tristeza que a veces tiñe la riqueza y su frivolidad.

Con todo, almorzamos algo en la terraza. Pero el servicio es lento. Y, para peor, las camionetas y los ómnibus de traslado de turistas, detenidos con los motores encendidos frente a nosotros, nos tapan la vista de las cataratas y nos perturban con el ruido. En realidad, a mí me perturban. Mi hijo no se altera por cosas que no tienen importancia. Tiene otro talento para calibrar las acciones. Por eso se mantiene más calmo y mira el cielo. Supongo que también entreve que pronto pasarán unos pájaros.


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