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domingo, 31 de agosto de 2025

La primavera

Después de leer lo que escribí acerca de la muerte de L, muchas ideas, y sobre todo preguntas, quedaron rondando en mi cabeza, como tantas veces. Son como vacas que caminan de un lado a otro en un campo que imagino con bañados, con juncos, y donde unos patos pasan volando con ese apuro que muestran al final del día.

Precisamente hablando del final del día: hoy fui, cuando ya no quedaba casi luz, con mi perra hasta la pradera al final de mi calle, en el barrio suburbano donde paso los fines de semana. Junto a la cañada, como otras veces, escuché los tordos que en esas plantas tienen sus guaridas. Me sorprendió que saliera un murciélago y volara por momentos rápido, con cortes abruptos en su trayectoria —supuse que porque no ven—, en un zigzag que, no sé bien por qué, me llevó otra vez a la muerte de L. Y la muerte de L me hizo pensar en la desaparición de mis abuelos, en la edad avanzada de mi padre y de mi tío, y sobre todo en el hecho de que ya tengo cincuenta y dos años. Es un número que me resulta inmenso y que no se corresponde con el tipo de templanza ni con el modo de estar en el mundo que imagino para esa edad. Me siento mucho más joven porque sigo siendo inestable, temeroso, y, por sobre todo, vivo en un mundo bastante fantasioso. Pero al mismo tiempo, y eso me apena especialmente, estoy cada vez más inserto en rutinas propias de mi edad. Duermo menos. Ciertas comidas y el exceso de alcohol me caen mal. Percibo que los cuerpos de las mujeres siguen siendo potentes, atractivos, capaces de darme mucho placer, pero al mismo tiempo empiezan a resultarme menos divinos. Lo mismo me pasa con muchas cosas que antes idealizaba de una manera más notoria.

L está muerta. Ocurrió después de haber trabajado con nosotros muchos años. Pronto le seguirá alguien más y el mundo continuará en su estela de progreso, que no imagino dónde termina ni para qué se acelera de modo tan espectacular en los últimos años. El universo está en todos lados, pienso mientras escribo esto. Y vuelvo a L. Sus modos lánguidos siguen presentes, también esa tendencia a hablar demasiado mientras encendía un cigarrillo tras otro. ¿Por qué fumabas tanto, L? Me resulta increíble, aunque al mismo tiempo puedo comprenderte. Pero enseguida me digo: ¿no pensabas que al costado de nuestro edificio estaba la plaza, con sus pájaros en los árboles, y, con suerte, el viento de esta primavera que llega?


sábado, 30 de agosto de 2025

La construcción

 Hola hijita cómo andasMurió L. Me lo comentó la otra L que trabaja con nosotros. La primera L fue secretaria cuando todavía vivían mis abuelos, cuando ellos, junto a mi padre y mi tío, comenzaron con el estudio. Había estudiado Bellas Artes e incluso se había recibido, pero no estoy seguro de si llegó a dar clases como profesora o a realizar algún recorrido plástico más o menos extenso. Debí habérselo preguntado las muchas veces que hablamos de arte, aquellas tardes en que, como yo, quedaba atareada junto a los procesos tediosos y largos —pero a veces convocantes— en los que se dirimen los conflictos entre las personas jurídicas y físicas de esta república. Con los años decidió estudiar derecho y también se recibió de abogada y llegó a ejercer con mi tío, más que nada en la defensa o la arremetida de otros, como hago yo y como hacía también mi padre. Pero todo el tiempo fumaba mucho, de manera continua. Ofuscada, necesitaba ahogarse en el humo, donde fuera y como fuera. Así llegó, en los últimos años, apenas con sesenta y pico, a no poder ya respirar. No tenía esa capacidad, me explicó mi tío ayer, cuando lo llamé para decirle que sentía tristeza por su muerte. No era capaz de respirar. No quiso, o no pudo, hacerlo a lo largo de todos esos días que estuvo con los expedientes en ese despacho contiguo al mío, frente al enorme palacio de Tribunales. Fumando con sol y con lluvia, invierno y verano. Hasta que un día no respiró más, dejó de existir y nos dejó a sin palabras. Sin respuestas: ¿Por qué alguien hace eso en el despacho contiguo al mío? ¿Por qué, si a ella le gustaba el arte? ¿Acaso el arte no basta para salvar la vida de quien se acerca a sus márgenes? Parecería que no. Tal vez el arte no es más que un invento destinado a embellecer un tránsito. Me decía hace un rato, y todavía me lo digo: tal vez no tiene una pulsión redentora porque esa fuerza está más atrás, oculta. En el fondo tiene que ver con la muerte, que al fin y al cabo establece el mayor de los sentidos. A cada uno le toca construir el suyo en esos bordes, pienso esta mañana nublada, a la espera de una tormenta anunciada desde hace un par de días. Espero no caer en lo categórico al decir eso, pienso, pero me reafirmo: la vida se trata de cómo uno se prepara para la muerte. Y creo que lo pienso bien. La carita pobrecita

viernes, 29 de agosto de 2025

Once y treinta

Son las once y treinta de la mañana de un día nublado y fresco. Veintidós grados. Se levanta un poco de viento y mueve las palmeras que tengo enfrente. A lo lejos se escucha un gallo. Me desperté cerca de las diez y enseguida ese pensamiento recurrente de los últimos días —la atención extrema a mi alergia— vino a mi cabeza. Pero, a diferencia de otros años, hace ya mucho tiempo pude lidiar con esas invasiones bárbaras con cierta altura. Pensé, y aún lo pienso, que esa alergia funciona como síntoma y también como vector hacia escenarios nuevos.

Por lo tanto, me concentré en imaginar esos escenarios. Quiero, me dije, vivir en un lugar donde por la mañana pueda ver árboles y plantas. Me pregunté dónde y cómo, pero no tuve respuesta. Sin embargo confío, aventuré, en que algo en mi interior cambie y que ese cambio me lleve a otra orilla. Vivo en un departamento desde que nació mi hija, hace veintidós años, y concurro a la misma oficina desde hace casi treinta. Queda frente al enorme palacio de Tribunales, en un barrio que nunca quise del todo. Pero no pude dejarlo, porque tengo miedo de trasladar mis cuestionamientos a otros espacios.

Solo como consecuencia de la pandemia viví en la casa de fin de semana, que en verdad es de mi padre y ocupo desde hace muchos años. En esa época no quería volver a mi barrio céntrico porque me entristecía estar lejos de los árboles, de la calma suburbana, y de regreso en calles llenas de edificios que se habían vuelto un conjunto opresivo. Pero también es cierto que en aquel barrio, con jardines cercanos al campo, había empezado a sentir la sensación de encierro que me alcanza cuando estoy mucho tiempo en una misma casa. Una sensación que habla de la incomodidad con mi cuerpo, con mis pensamientos, y que me hace creer que un cambio de escenario no sería una solución exitosa. Hay algo muy profundo que debería cambiar, pero no sé qué es.


jueves, 28 de agosto de 2025

Tirado el sol

Hoy estuve al sol, tirado en el pasto de la plaza al costado de mi oficina. No sé por qué no hice lo mismo tantas otras tardes de sol en las que hay un aire tibio que anuncia la primavera con una dulzura que me recuerda tiempos formados por capas de recuerdos que no se fijan en ningún lado ni terminan de crear una historia, y son apenas imágenes que se suceden como el espacio de un viento que corría por mi cuerpo acostado. Por momentos me quedaba fijo en un árbol que todavía no ha desplegado sus hojas. Y por otros, en el edificio modernista que alberga el colegio donde fueron mis hijos. Más atrás, una fuente sin agua, y a mi costado izquierdo un teatro soberbio.Había dos jóvenes con un niño pequeño a mi lado que tomaban mate y comían mandarinas. Con acento paraguayo, hablaban con una simpleza natural. Emanaban una relajación que viene de una entrega al tiempo. Disfruté escuchándolas. Una de ellas le decía al niño: “Así es la vida: buenas y malas. Tenés que comer todos los gajos de la mandarina y dejar las semillas.” Detrás nuestro, unos pájaros cantaban. Todo estaba en su lugar, a una cuadra de mi oficina. Y por momentos, como ellas y el niño, lo disfrutaba.


miércoles, 27 de agosto de 2025

El semáforo rojo

 ¿Por qué vivo en Buenos Aires? Nací acá. Es mi casa, mi tierra y, al mismo tiempo, el lugar que todo: lo encuentro lejano a la naturaleza, al mar, a todo lo que busco en un espacio. Y sin embargo lo quiero; está todo acá: lo conocido, lo sentido, lo fácil. Y a esos puntos puedo volver una y otra vez —las veces que quiera—. Me gusta caminar por mi historia.

El tráfico. Los ruidos ensordecedores, agobiantes, muchas veces persistentes, que me enajenan y, a la vez, en contadas ocasiones, me llevan, sin que lo busque, hacia los pájaros: esos que aparecen en un árbol escondido en algún pulmón de manzana, incluso donde no hay ninguna vegetación aparente. 

Y están las noches una detrás de la otra, en las cuales fui feliz. Anduve en un tren excitante, prometedor. Algunas chicas pasan en esas ráfagas. Un taxi. Alguien que me toma de la mano, me sonríe, me promete decirme algo en el próximo semáforo rojo y, por fin, cuando nos detiene uno, me lo dice. No recuerdo ahora qué era eso que me quería contar. Solo quedó su sonrisa, ni siquiera su cara. Nada más. Apenas su nombre, que ya no tiene apellido. O sí, ahora lo recuerdo, pero ya no importa frente a la fuerza de esa sonrisa cómplice en un semáforo de una avenida que conozco de memoria. He pasado infinidad de veces por allí. Está demasiado transitada para mi gusto, pero ¿qué importa, si ahí está mi escena?

La protagonicé yo con ella. Y todavía vibra: recién pasé de nuevo en medio de la noche, de vuelta a casa, y el semáforo me detuvo.

martes, 26 de agosto de 2025

La liebre

 

Fue un día de sol tibio y sin viento, con un perfil que ya anunciaba la primavera. Me desperté a las nueve y media de la mañana. Por suerte, no escuché la bocina de esa mujer que suele pasar a buscar a los hijos de mi vecina. O bien la gestión que pedí a la guardia del barrio surtió efecto. Desde temprano estuve atento al canto de los pájaros. Me da la impresión de que hoy cantaban bastante más que en los días pasados. Creo que ellos son todavía más conscientes que nosotros de la próxima llegada de la primavera. Siempre me pregunto cómo será la euforia que sienten, si es que realmente puede llamarse así al sentimiento que tienen. También me pregunto muchas veces qué tipo de sentimientos experimentan los animales más primitivos, por ejemplo los insectos.

Ayer, cuando salí a caminar por la cancha de golf, me comuniqué con un amigo que vive muy lejos y que quiero mucho. Su situación es bastante complicada por falta de trabajo. Su caso me conmueve porque compartí tantos días memorables de mi adolescencia y juventud y entre nosotros existe un lazo profundo que nos une también en el amor por las artes: la música, el cine y, sobre todo, cierto humor ácido que tuvo un rol protagónico en mi vida desde hace más de treinta y cinco años. Frente a los problemas que yo le planteaba sobre el tironeo entre mis horas de trabajo y el tiempo que puedo dedicar a las actividades artísticas —siempre menor al que desearía—, me hizo ver que esas preocupaciones quedaban ensombrecidas por la magnitud de lo que le toca atravesar. Y es cierto. Esa situación me hizo pensar en cómo algunas personas que conocí en la juventud transmitían una promesa bastante cierta de desarrollar los talentos que apenas despuntaban y que yo suponía enormes. Sin embargo, muchas veces esas vidas quedaron frenadas por la falta de fortuna o por limitaciones que quizá podrían haberse superado. No sé bien qué es lo que hace que alguien desarrolle o no su potencial de la juventud. O tal vez la visión que tenemos entonces de los demás, por estar idealizada, no corresponde a lo que en realidad podrán hacer con su vida.

En el hoyo 18 de la cancha de golf vi una liebre inmóvil. Era como una escultura: detrás se extendía todo el campo; ella permanecía estática, hasta que por fin decidió moverse un poco. No demasiado. Se han acostumbrado a la idea de que en estos lugares los humanos no representan un peligro.

Pero volviendo a lo de mi amigo: ¿por qué quedó atrapado en esa red de limitaciones que ahora lo ahogan? Habría que analizar muchos aspectos —todos complejos— de sus elecciones. Lo que más me interesa, sin embargo, es desarmar mi propia creencia: ¿por qué mi amigo, a mis ojos, no ha desarrollado todos sus talentos? Si para empezar, ahora lo advierto, lo que yo considero talentos son apenas recursos artísticos. Después están los recursos afectivos y tantos otros, que por suerte mi amigo posee en abundancia. Y además, ¿qué importancia tiene en el fondo mi mirada? A lo sumo, es una opinión que no puede tocar la verdadera esencia de mi amigo, sus experiencias, cada uno de sus días, sus logros más profundos y sus decepciones más sentidas.

Está claro que pensar y opinar tiene un sentido útil. Pero también lo tiene el silencio: la mirada, la comprensión fundada solo en el hecho de que todos habitamos un cuerpo y atravesamos esta vida con sus límites y sus bondades. Eso es algo que siempre me sorprendió. Ahora atravieso el fin del día. Camino por esta cancha de golf dentro de un cuerpo que, mientras se mueve, me permite ver, escuchar y oler los aromas de estas praderas armadas para el golf, mientras a mi alrededor los árboles, por ejemplo, son también otros cuerpos. Cada uno, en teoría, con su esencia, y al mismo tiempo todos, en un tiempo y en un espacio juntos.


lunes, 25 de agosto de 2025

Domingo por la mañana

Ahora son las ocho y veinte de la mañana. Día de sol ventoso y frío de los que me gustan. Un zorzal en el cerco contiguo al vecino canta distintas melodías. Tiene un conjunto de variaciones que intercala con algunas repeticiones; me encantaría saber qué representan para él. Por qué a veces elige repetir ciertos fragmentos y por qué a veces intercala otras melodías. ¿A quién le canta? ¿Le producen alegría? A mí sí. Lo escucho y todo queda suspendido al punto que me lleva a instantes de mi infancia en donde el descubrimiento del mundo se desplegaba a cada paso.

Sigue ese pájaro en el cerco de mi vecino. Me paré incluso y lo vi. Había dos palomas cerca de él. No lo miraron en absoluto. Eligieron una rama contigua, se detuvieron unos instantes; voló primero una y después la otra. Gracias al hecho de mirar ese cerco, y después la casa de mi vecino, recordé que había soñado con que pasaba sin permiso a conocer su jardín, que en mi sueño era muy distinto a la realidad: tenía piedras y cactus y daba a un precipicio que miraba a unas sierras más bajas. El jardín estaba en lo alto; tenía una vista abierta fantástica.

Sos un privilegiado, le decía con embarazo en el sueño a mi vecino cuando, al salir de su casa, me descubría en su jardín. Después de saludarme, algo incómodo, me hacía pasar, y adentro me encontraba con una mesa servida para tres. Su hijo ya estaba sentado; ella, ausente. “Se fue a buscar las pizzas”, me respondió cuando le pregunté por ella. Luego el hijo empezó a conversar conmigo —no recuerdo sobre qué tema—. Lo que sí recuerdo es mi sensación de tristeza e incomodidad ante esa escena familiar, opaca quizá por el estilo de los muebles y la poca luz. El hijo, al menos, me parecía educado. Es el mismo que, a veces, en la realidad invita a unos amigos los domingos por la noche. Casi siempre me molestan con sus gritos. Por fin le conozco la cara, pensaba. Parece más bien retraído, me decía, y a sus veinticinco años demasiado dependiente de sus padres.

Con ese sueño me pasa casi como con el canto de los pájaros: no lo puedo comprender. Los percibo e incluso me conmueven, pero no puedo saber más. Lo mismo que la mayor parte de las cosas que pasan.

domingo, 24 de agosto de 2025

Fui recién con mi perra

Fui recién con mi perra al final de la calle, donde hay un espacio verde bastante amplio. Es una pradera que tiene sobre el final una capilla pequeña y sin encanto; no es antigua y no tiene un diseño logrado. En los costados tiene hileras de eucaliptos medicinales y al principio una canaleta con algunos álamos carolinos en el lado izquierdo y en el derecho un conjunto de cañas que, como sucede siempre, han crecido en la medida que no han encontrado resistencia por la parte de la pradera. El sol acababa de ocultarse sobre el costado derecho, detrás de un espacio vecino que tiene otra pradera, y más allá un convento y una iglesia -ahora que escribo esto descubro que evidentemente es un lugar particular porque no es común que existan tantos lugares religiosos cercanos en esta zona-. Mientras mi perra olía los pastos de la pradera, yo permanecía junto al cañaveral intentando una y otra vez concentrarme en escuchar el gorjeo de unos tordos que están siempre allí por esta época -supongo que porque tienen sus nidos- y que logran unas melodías tan lindas que me alegran la vida. En cuestión de unos diez minutos, apenas oscureció un poco más, dejaron de escucharse. Solo se oía algún que otro gorjeo, e incluso un canto aislado, último, sin explicación. Pero después ya no había nada. Solo el fin del día. Unos chimangos que pasaban rápido hacia el oeste e incluso una paloma. 

Así pasan los instantes, me puse a pensar, los días. El increíble avance del tiempo que tiende a organizar todo. Hace una semana exacto, me puse a pensar después, cuando vino a mi madre a almorzar a mi casa, en un momento dado después de la comida, ya sentados los dos con mi pareja en el living, porque estábamos hablando de su padre, ya no recuerdo a raíz de qué tema, ella se puso a decir que consideraba que mi altura intelectual era superior a la de su padre. Un comentario que representa todo lo que busqué de un modo más o menos consciente desde mi juventud y por ende es, en cierto punto, lo que quise escuchar de algún modo durante muchos años. Si bien me llenó de orgullo no representó demasiada felicidad porque es algo que llega cuando tarde. Ya no preciso compararme con nadie. No hay más categorías que entren en competencias. Están más bien los gorjeos de los tordos cerca y la atención en esos minutos que anteceden al final del día.

sábado, 23 de agosto de 2025

Viernes por la noche

Mi hijo acaba de salir a juntarse con sus amigos. Unas chicas, según me confesó, también son de la partida y luego la ida a bailar. Fue la primera vez que hablamos de un programa así. Dudaba de ir porque decía que no se sentía del todo bien, y eso me dio pie para contarle que a veces me pasaba algo parecido. Estaba cansado y la perspectiva de acostarme al amanecer del día siguiente me hacía dudar de ese programa llamado “ir a bailar”. Lo que definía mi decisión era si tenía o no una chica en vista. Si debía ir al lugar donde se bailaba, sin ninguna chica en vista, y dentro de ese espacio estruendoso lleno de gente conversar con una para de una manera siempre más bien compleja terminar con algún tipo de contacto físico, la posibilidad me resultaba tan remota que, estando como decía cansado, lo más probable era que me volviese temprano a mi casa. Incluso antes de pagar una entrada. Esperé que mi hijo me dijera si a él le pasaba lo mismo, pero fiel a su reserva habitual no soltó ninguna precisión. Solo se rió apenas y pronto, después de ponerse un buzo negro mío que valora mucho, salió de casa.

Yo me quedé aquí en el salón de estar. Fijo en el edificio antiguo de enfrente. Ahora sopeso sus cúpulas señoriales, su prestancia. Detrás veo, muy a lo lejos, un par de rascacielos. No puedo creer que hayan pasado más de treinta y cinco años de eso que le contaba a mi hijo, me digo. No siento todo ese tiempo como vivido, ni mucho menos siento que yo tenga todos esos años. Siento otro tipo de levedad, y sobre todo unos temores bastante parecidos a los que tenía entonces, y ese punto, el de los miedos, de algún modo me tiene todavía cerca de las noches en que podía salir a ver si allá afuera, por las calles, tendría un encuentro con la suerte.

viernes, 22 de agosto de 2025

Península arábiga

 Diez y treinta de la noche en el aeropuerto de Ezeiza. Estoy sentado en un café junto a la puerta de embarque número cuatro. Desde hace más de una hora observo a la gente que pasa, tan atento que me pregunto si lo que vivo —este tiempo y este espacio— pertenece a una realidad particular, o si mi vida no es más que el apéndice de un sistema que se despliega en todos los demás dentro de una función cuyo sentido permanece oculto. El pensamiento fue extraño y vino acompañado de un sentimiento perturbador: como si, gracias a esa revelación, pudiera quedar de un lado distinto al de la realidad.

El vuelo sale con una demora de cuarenta y cinco minutos. Se lo digo a mi pareja y a mis hijos. El avión va a Río de Janeiro y después a Dubái; nosotros bajamos en la primera escala. Por el aspecto de los demás pasajeros, muchos parecen seguir viaje. Siempre esta manía de clasificar a los otros: rostros que me sugieren oriente, occidente, árabes, ingleses, americanos. Una máquina que no descansa.

Las azafatas, maquilladas, llevan un sombrero redondo y un medio velo y parecen situarse entre Oriente y Occidente según su origen. Algunas de aspecto eslavo, otras inglesas o americanas, otras árabes, incluso una de rasgos orientales. Todas jóvenes y hermosas. La comida resulta sorprendentemente buena, con cubiertos de metal, aunque viajamos en clase turista. El vino también es correcto.

Bajo del avión en Río con cierta angustia: me parece que quienes permanecen dentro están condenados a seguir en ese encierro sofocante, donde por momentos falta el aire. Afuera, en cambio, el aire se percibe templado, muy distinto al frío de Buenos Aires. Tras una larga caminata llegamos a los puestos de migraciones: muchos mostradores, apenas dos funcionarios, y una fila larga y tediosa. Solo las tripulaciones pasan por un sector prioritario. Primero la de una aerolínea chilena, después la de Emirates. En un momento, esa tripulación queda a mi lado; solo nos separa una soga y unos postes metálicos. Entonces ocurre lo siguiente: una azafata, mientras habla con otra árabe, gira apenas la cabeza y me mira. La miro y aparto la vista, cohibido. Vuelvo a mirarla y ella hace lo mismo. Su mirada es intensa, inolvidable. Viene de Las mil y una noches.

jueves, 21 de agosto de 2025

Quiero ser sincero

Quiero ser sincero. No más búsquedas de una realidad, "poética". No necesito eso ahora. La escritura sirve para muchas cosas, casi para todo: darle sentido a lo que pasa en esta vida; conocerse; incluso entretenerse. Y podría seguir inventando excusas. Tengo tantas emociones que de alguna manera necesito liberar. Darle forma a una ola inmensa que me pasa por encima. De eso quería hablar ayer cuando fui a lo de mi médico. Por eso le confesé que tengo una voz interna, un pajarito lo llamo, que se empeña en decirme que no soy capaz de disfrutar. Necesito anticiparme al hecho de que al placer le sigue el dolor. Por eso creo que mi médico insiste tanto en que sea capaz de nadar en el mar, si tanto me gusta, sin que me importe los riesgos o las consecuencias. No quise interrumpir su discurso, pero ¿cómo logro disfrutar de la sensación tan envolvente del agua hasta olvidarme de la profundidad?

miércoles, 20 de agosto de 2025

Creyentes

Un niño nace en una familia religiosa y vive en un pueblo entre dos cordilleras áridas en donde el cielo suele estar sin nubes. Tan límpido que se vuelve seco. Siempre soleado, al punto que la piel está ajada en el rostro de cada uno. ¿qué chances tiene de salir de ese mundo cerrado, fantástico y tremendo? 

¿Y cambia en algo si el niño nace en una familia que pondera el intelecto, que sostiene que el pensamiento, de algún modo, es la forma de darle sentido a todo? ¿Cómo saldría de ese lugar? 

Ahí está el niño. Va de la mano de su abuela por un cementerio lleno de tumbas barrocas, algunas neoclásicas, otras renacentistas incluso, que tiene calles estrechas y unos pocos pinos esparcidos cada tanto. 

A lo lejos, ve a dos cuidadores con overoles azules. Parecen decirse algo jocoso en relación a un partido de fútbol reciente. Tal vez el equipo de uno venció al de algún otro. Tienen escobas en una mano y van hacia una carretilla con una pala llena de hojas secas en la otra. Es un día nublado y húmedo de invierno. Pero no hace frío. ¿Está por llover?

Y ahora que ya tiene un cuerpo adulto: ¿Cómo sale de ahí? 

lunes, 18 de agosto de 2025

Justicia

 Una cuestión que debo resolver antes de que los años se acumulen —y la amargura sea más grande— es mi tendencia a encontrar siempre un enemigo. Una vez que identifico a esa persona, basta su imagen, a veces solo su nombre, para que se me imponga un rechazo absoluto, una rabia. No admito lo que considero su malicia, sus faltas, su deslealtad. El origen lo sospecho en mi infancia. En algún punto, esa rabia fue tan grande que me desbordó, pero tuve que contenerla. No había opción si quería seguir con mis padres. Incluso de niño entendí que soltarla sería una catástrofe. ¿Pero cuál fue? ¿Ser hijo de dos jóvenes que no se querían, que no podían hacerse cargo de un niño ni de ellos mismos?

domingo, 17 de agosto de 2025

Bañera

Me pongo a dibujar y de algún modo eso me recuerda cuando de niño me metía en la bañera con agua caliente, sacaba los animales, un submarino y un par de barcos que guardaba en una bolsa en el placard del baño. Jugaba con ellos hasta que la piel se me arrugaba. Ahora trazo formas primitivas que no sé de dónde vienen. Solo piden estar en el papel como yo en la bañera. 

sábado, 16 de agosto de 2025

Mi amigo L

 Fui a lo de mi amigo L, el dueño de un vivero cercano. Día de sol que comenzó temprano después de una noche apacible con un buen dormir. El silencio de esta casa, cuando lo logra porque los vecinos se acallan, los perros se duermen y solo se escucha el lejano ruido de los autos que pasan a lo lejos, es una bendición. Bien, eso fue lo que ocurrió anoche. En el vivero saludé a mi amigo y le expliqué, porque vino a mi cabeza el recuerdo, que hay una canción con su nombre -que no es nada común- que dice: No silbes más, no ves que tu silbar mi apena.... Mi abuelo paterno se llamaba L -le dije-, también mi bisabuelo, y mi hermano se llama así. Alguien cantó esa estrofa hace mucho. Tal vez alguien de la familia. Me contestó que no conoce la canción con esa sonrisa tan propia de un cuerpo luminoso.Tal vez la busque alguna vez. Aunque no creo, porque es una persona que parece vivir alejado de cualquier interés específico. Nada que esté alejado de la paz de las plantas lo convoca, pareciera. Es demasiado joven -cuarenta y dos años- para ser tan sabio. Tuvo una panadería con su padre. Con el tiempo, gracias al desarrollo de esta zona, hizo algo de dinero. Desde hace unos años vive de un alquiler, me contó alguna vez. Supongo que algo más junta con el vivero. Aunque pocas veces lo abre, tiene pocas plantas. Parecería más bien que le gusta ver crecer la maleza que tiene el fondo, junto a un almendro que lucía sus flores rosadas con blanco. Según me explicó alguna vez, cada una de ellas es una almendra. Como está lejos de la ambición, vive en aparente tranquilidad. Pero me pregunto qué desafíos le presentará la vida a la que no le gusta ver a la gente demasiado tranquila.

viernes, 15 de agosto de 2025

Esa tarde

Esa tarde, con mi hija, bajamos la cuesta después de sacar las fotos con los acantilados detrás y el mar abajo. Mi hijo se había adelantado en el regreso, molesto por nuestro interés en fotografiarnos. Por el sendero estrecho, invadido por la maleza, empezamos a hablar del malestar misterioso que compartimos: el empeño por luchar contra cualquier forma de bienestar. Ella me dijo que le cuesta asumirlo porque no es una desgracia visible. Le pesa no saber valorar lo que tiene, absorbida tantas veces por pensamientos que se imponen y la arrastran con una fuerza extraña a lugares donde no quiere estar.

Le respondí que esa condición es también el reverso de ciertos dones espléndidos, creativos. Que hay que aprender a mirar esas cosas en conjunto, sin dividirlas. —Ya pensé eso —dijo—. Desde que era muy chica. Aunque no se lo dije, pensé que desde hace mucho hay en ella algo más sabio, más hondo, más verdadero que en mí. Esa diferencia no se puede explicar por la edad, sino por otra clase de tiempo.

jueves, 14 de agosto de 2025

Un territorio


Necesito encontrar un territorio para hacerlo mío. Eso es algo muy necesario. Habitar un espacio y que ese espacio sea afectuoso a la hora de inscribir mis días al punto que logre ser la mejor representación de mi estar en el mundo. Los años pasan y estoy cansado, muy cansado, de ir siempre por la ciudad sin saber dónde, en realidad, estaría mi lugar. 

Siempre habité la misma ciudad apabullante, llena de gente, de ruidos, de tráfico, de edificios. Sin embargo, nunca pude imaginarme lejos de ella, porque hay una incomodidad que acompaña desde siempre, que es propiamente mi cuerpo, y que solo sabe vivir así. 

Bien, finalmente, me quiero ir.

martes, 12 de agosto de 2025

Día de sol pero con nubes

 Día de sol con algunas nubes. Hay viento, y es intenso. Lunes. Avanzan los días de mis vacaciones y por momentos no alcanzan a darme la felicidad que esperaba. Una alergia instalada por mis propios pensamientos, en una escala intrincada, me sumerge a veces en tensión, incluso en cierta tristeza, y me señala la imposibilidad de estar en paz, incluso en el descanso. Sin embargo, también me ofrece la posibilidad de aprender, de atender asuntos que de otro modo no abordaría. En ese sentido, es productiva. Se ha vuelto un faro que ilumina ciertas zonas oscuras. En cierto modo, no me queda otra que pensar que, a través del malestar, algo me conduce a un grado de intensidad que le da más espesor a mi vida. Lo difícil es que, mientras tanto, el cuerpo no alcanza el tipo de bienestar ni de relajación que quisiera. Pero hace mucho que me acostumbré a no vivir en paz, salvo por instantes potentes, preciados, que vivo sobre una barca agitada por el mar. Desde ahí —no lejos de la orilla— me muevo al ritmo de las olas.


lunes, 11 de agosto de 2025

Subimos la colina

Subimos la colina con mis hijos evitando en lo posible los pastizales y ramas de arbustos que invadían el sendero tan estrecho. Nos llevó un buen rato, pero logramos alcanzar el punto en donde se ve el mar abierto y las rocas bajo los acantilados. Ayer, estaban golpeadas por un mar bravío que conservaba la furia del tiempo ventoso de los días anteriores. 

Decidimos con mi hija tomarnos una foto, pero mi hijo no quería y era el único de los tres que tenía celular. A veces, cuando establezco un nexo más cercano con mi hija me da la impresión de que eso resiente el pacto de entendimiento que tengo con mi hijo. Las relaciones humanas están sujetas a desafíos constantes. 

Al final, mi hijo consintió sacarnos las fotos. Pero solo gracias a una serie de amenazas mezcladas con reflexiones que buscan un nivel de serenidad y de logros ecuánimes que todavía no alcanzo. 

Cumplido el ritual de las fotos seguimos camino por una cuesta que se hizo más pronunciada. El esfuerzo que transmitía la pendiente me hizo recordar la reticencia que tiene la madre de mis hijos al tipo de desafío que experimentábamos, y que más bien es un trauma heredado de una enfermedad que tuvo de niña y en su juventud. Cuando compartí ese pensamiento con mis hijos, mi hija dijo desconocer el hecho, y mi hijo, que parecía enterado, no quiso hablar del tema. 

Mi hija en cambio, que estaba sorprendida, inició una serie de asociaciones en torno a sus angustias de niña y así seguimos subiendo esa colina entre los pastizales con el mar a cada costado. En el lado derecho sereno y en el lado izquierdo bravo.

domingo, 10 de agosto de 2025

Por qué escribo

Por qué escribo cada día de mi vida. Creo que por vanidad, ante todo, la vanidad de querer trascender, quedar en alguna parte, en la memoria de algunos. En el registro de algún tipo de canon tal vez, en la importancia; quiero ser importante porque eso simboliza, en el fondo, un sentido amoroso y quiero registrar eso, sentirlo, ser querido de ese modo. 

Aunque, por suerte ahora, a mis cincuenta y dos años, sé que se trata todo de un gran equívoco, cuando no de un gran sinsentido. De hecho, mi construcción de sentido ha estado siempre del lado de la sombra, de algún modo se podría decir. Pero con todo no reniego de eso. Me he propuesto, y esta vez quiero ser constante, entender que hay nada mío de lo que reniegue: cada aspecto oscuro es el complemento de otras cualidades luminosas. Y por eso tal vez esta definición mía que acabo de hacer solo sea la punta del iceberg de otras cuestiones mucho más esenciales. Es más, estoy seguro de eso. Estoy convencido de que hay otras líneas en esa madeja de redes que, por lo que veo ahora en mi cabeza, se internan en lo profundo del océano un día de sol, en la península a la que iba tan seguido durante mi infancia y adolescencia. Allá, en un lugar que para mi memoria aún es espléndido y sigue apenas habitado por los seres humanos, lleno de sol, de arena, de gaviotas en algún punto más o menos lejano del agua. O volando de un lado a otro sin que nunca me preguntase adónde iban; cosa que no me importaba porque solo me importaban más las sensaciones de mi cuerpo, que percibía maravillado por el carácter sensual que tenían. 

La arena fina, caliente, amoldándose de alguna manera a mi cuerpo que estaba acostado y era de un color tostado iba a la perfección con un pelo rubio que por entonces tenía. Esto lo sabía, como sabía muy bien que el ruido de las olas era algo cercano —explosiones controladas—, en un agua azul que generaba una espuma muy blanca y en donde en las olas también se encontraba algún verde esporádico, iluminado con amarillo donde se veían peces de buen tamaño en el juego del agua. 

A lo lejos, estaba el horizonte y a veces barcos muy remotos que iban a un ritmo lento pero sostenido, y pasaban por ese cielo límpido donde el aire, con todo, era fresco. Bien, para contar todo esto es que, de algún modo, también he escrito cada día de mi vida los últimos treinta años.

jueves, 7 de agosto de 2025

Ferradura

Seguimos camino con mis hijos por la playa. Primero pasamos unas rocas que dividen la playa y después llegamos a la parte final, el codo más lejano que mira hacia la otra costa. Ese lugar es la antesala del mar abierto —visible después de una colina rocosa—. Merodeamos un poco y, despacio, porque no hace demasiado calor —tal vez veintitrés grados, o algo similar—, nos metemos al agua.

Sin dudarlo, me alejo para nadar un rato. Avanzo a ciegas, sintiendo cada brazada y patada, la extensión de mi cuerpo sobre el agua, mientras se desplaza, flota, se integra a esa masa que lo recibe para hacerlo vivir lo que no suele sentir. Hasta que me topo con una roca apenas sumergida, que casi toca la superficie. Es grande, tiene puntas, y me golpea provocándome un susto que me lleva, como otras veces, a pensar en lo lábil que es el tránsito de los cuerpos por el espacio. No se sabe de qué depende esa deriva más que de la fortuna, y la fortuna no se sabe a qué se vincula. Cosas que no se pueden saber, me digo, y continúo con mis brazadas hasta más cerca de la orilla.

Ahí me detengo, constato que hago pie y, parado sobre la arena, muevo lentamente los brazos. Ya con el agua a la cintura, veo una pareja. Están a pocos metros. Calculo que ambos tienen más de cincuenta años —el hombre incluso más de sesenta, tal vez—. Me sorprende que tengan dos hijas de unos ocho años. Sé que son sus hijas porque les dicen: “Papá, ¿vamos a jugar a la paleta?”. La señora, que también me llama la atención por su traje de baño diminuto, finalmente se zambulle y se pone a nadar crawl. Pronto hace lo mismo otro hombre que había estado un buen rato haciendo flexiones en la orilla, y antes un complicado ejercicio: sostenerse con un brazo y una pierna de costado, y tocar luego con su mano libre del suelo la rodilla. Un desafío que pensé en imitar más tarde, en la casa, solo para ver si todavía soy capaz. Pero al verlo nadar hasta una distancia lejana, descarto esa idea. 

miércoles, 6 de agosto de 2025

Centro de Buzíos

Centro de Búzios, noche fresca con viento. Estamos con mi familia sentados en una mesa de un restaurante moderno, delicado en su estética, con mesas sobre la playa. Mi hija está a mi izquierda, mi pareja enfrente mío, y mi hijo enfrente de ella. Ya pedimos la comida cuando, por el lado de mi hijo, aparece un niño de unos ocho o nueve años con una caja de golosinas en el brazo y nos pregunta si hablamos portugués, español o inglés. Cuando mi hijo le responde que no, de un modo brusco, inusual en él, el niño, que está más bien enfrente nuestro, nos mira a mi hija y a mí con una expresión de tristeza y desamparo indeleble, y se va sin decir nada.

Mi hija, ya con la voz angustiada, le pregunta a su hermano por qué fue tan cortante. Él responde que se asustó, que el niño apareció de golpe, por detrás, en la noche. En ese instante, mi hija se larga a llorar, desconsolada. La miro: está a mi izquierda, frágil, sensible en la mirada, dulce, tan dulce como siempre. Y por primera vez, como nunca antes, la entiendo del todo. Casi me quiebro con ella. Me resulta incomprensible no haberla entendido antes. Cuántas veces censuré, sin querer, algún gesto dramático de su parte. No sé si tan claro como este. Me doy cuenta de que no quería ver en mi hija muchas de las condiciones que reconozco en mí. Y aun así, no termino de creerlo. Elijo consolarla, abrazarla, y espero que la mirada de ese niño se pierda con el tiempo en las estrellas que veo arriba, quietas, en el marco del cielo todo negro.


martes, 5 de agosto de 2025

Buzios, Agosto, 2025 "Mar abierto"

Son las seis y veintidós de la mañana. Por segunda vez en la noche, como tantas veces, me desperté inmerso en sueños intensos, vorágines de imágenes y argumentos que no se detienen. Dormir es para mí entrar en estados perturbadores: escenas vertiginosas, delirantes, que me asaltan sin dar alternativas. Y, con todo, son un consuelo frente a la imparable sucesión de pensamientos que me asedian en la vigilia, demasiado plena de lo que pienso, siento, vivo. No paran.

Ayer, por ejemplo, fui a nadar al atardecer. Fue un día de viento, como el de hoy. Antes había estado en la casa, en teoría descansando, pero en verdad atento a mi escritura y a mis dibujos. Siempre caigo en ese estado de pensamiento continuo, fácil de desplegar e imposible de detener.

Todo eso lo pensé al salir del agua y sentarme a mirar las olas. En pocos instantes, porque subió la marea, crecieron y recién entonces las escuché romper: continuas, dulces, tranquilizadoras. Hasta ese momento había estado tan absorto en mis ideas que no reparé en ellas. Sentado con las piernas cruzadas al modo indio, buscaba la paz que vi en un actor japonés, en una escena de bosque y sol apacible. Trasuntaba una serenidad que conmovía. Desde entonces lo tengo como un faro de templanza. Pero nada de eso vino a mí. Apenas logré fijar la vista en el mar abierto que se entrevé en esa bahía cerrada, un resquicio para lo inmenso.

Ahora miro el reloj: seis y cincuenta. Mientras cantan gallos en alguna parte, quisiera llegar al punto en que los pensamientos callan y no quedan ideas. Y lo mejor: que tampoco se sienta el cuerpo, esa maquinaria siempre atada al cerebro que no descansa nunca.

lunes, 4 de agosto de 2025

Cuando salí del agua

Cuando salí del agua, después de nadar solo un poco, fui a donde estaban mi hija y mi hijo. Un lugar apartado de la orilla, casi bajo unos árboles, junto a un tráiler de una lancha. Ahí descansaban, echados en la arena, mi hijo sobre mi remera, mi hija sobre una toalla azul. Le pregunté por qué usaba mi remera para sentarse y me respondió que estaba en el piso, que por eso le parecía adecuado. Hablamos de algunas cosas que ya no recuerdo pero que eran interesantes. Me gusta escuchar sus visiones, los relatos de sus vínculos. En un momento surgió el tema de las redes sociales, que muchos de su edad —veintidós y diecinueve— usan para conocer gente, a veces con intenciones sexuales apenas veladas. Ninguno de los dos parecía encontrar ahí un camino feliz, ni una forma real de entendimiento, y me hablaron de amigos que habían tenido encuentros extraños. Mientras estábamos en esa charla, pasó un hombre mayor —de más de sesenta y cinco años, calculo— vendiendo empanadas. Lo llamé porque mi hijo había dicho poco antes que tenía hambre. Le compramos varias, hizo las cuentas con cierto esfuerzo, le pagamos, y dentro de sus modos amables —diría incluso inscriptos en una forma de entendimiento genuino y algo inusual, perceptible apenas— nos regaló una más y siguió su marcha. Comimos, y al rato lo vimos pasar de nuevo; le agradecimos las empanadas —aunque a mí no me parecieron especialmente buenas— y decidimos subir la colina que teníamos cerca, hasta el acantilado desde donde, según prometía el mapa en el teléfono de mi hijo, se podía ver el mar.

domingo, 3 de agosto de 2025

Viento en Buzios

El mar está agitado pero contenido en la bahía. Hay viento y sol hoy. Ya cantaron los gallos a lo lejos. Pasan cada tanto unos pájaros, apurados, alegres, de rama en rama, y siguen; incluso he visto hace un rato un picaflor de un tamaño más grande del que suelo ver. Se posó en la rama seca de un árbol que está justo al final de la barranca, la que se ve desde el borde de la galería de la casa. Pero abajo está el perro, inquieto, ladra cada tanto. Se la pasa acechando, supongo. En mi cabeza, calculo cuántas horas le dedicará al sueño, a un descanso que —imagino— siempre interrumpe algún ruido. Me pregunto si tiene conciencia de su suerte. Si percibe los márgenes de libertad que gozan los perros que ve pasar desde su terraza, libres, de un lado a otro, que tal vez lo miran cuando él les ladra. Y me pregunto, llegado el caso, qué grado de malestar le genera eso, y qué forma emplea —si es que la ha encontrado— de lidiar con esas tensiones. Quisiera saber si sus pensamientos lo alivian o lo encierran.

sábado, 2 de agosto de 2025

Ayer en Buzios

Ayer fui a la playa, luego de descansar en la casa, cerca de las tres de la tarde. Son apenas dos cuadras: la franja de arena estrecha, familias en reposeras demasiado cerca unas de otras, niños jugando, mozos que llevan cervezas y tragos. Se supone que eso es la idea de un descanso. No me convence porque prefiero los lugares más solitarios y sigo con mis hijos. Un poco más adelante, una mujer con su pareja y su hijo. Es rubia y tiene una bikini mínima —como tantas—, pero con una cadena en la cintura que acentúa el rasgo erótico. Exuberante y alejada de los cánones más estrictos, me atrae tal vez porque la siento más próxima en edad. Cuando pasamos junto a ella veo el agua de una ola que toca por un instante sus tobillos y luego siento cómo esa misma agua llega a tocar los míos. Le digo a mi hija que las mujeres parecen haber ganado independencia respecto de quién accede a sus cuerpos, pero no tanto en cómo se vinculan con ellos. Todavía pesa el patrón de realzar las formas para convocar miradas. No sé si asiente porque coincide o porque no quiere discutir. Desde niña ha hecho de la cuestión de la femineidad un tema importante, pero guarda silencio.

viernes, 1 de agosto de 2025

El perro encerrado.

El lugar es todo lo deseado: una casa decorada con buen gusto, aunque con demasiadas imágenes de Frida Kahlo, un detalle que no me agrada —no me convence el uso de ciertas figuras del arte como emblemas, en este caso del arte latinoamericano—. Tiene un generoso espacio, piso de madera, reposeras, sillas y mesas, una pileta sin bordes, y desde lo alto mira a una bahía donde se ven algunos barcos de pescadores amarrados, quietos, a la espera de un viaje. Después hay cerros que acá llaman morros, con palmeras, árboles de distintos tipos; y por el jardín, que es grande y con una vegetación variada, se ven abejorros que circulan entre las plantas, eligiendo ciertas flores, pájaros también en tránsito, irradiando esa felicidad innata que surge de ser lo que la creación asignó que uno sea de la forma más afortunada. Pero allí, abajo, al final del terreno que baja de manera abrupta, oculta detrás de bananeros muy altos, está la pequeña casa vecina, y en esa pequeña casa se encuentra un perro. Un perro que ladra con insistencia, no mucho durante el día, pero sí por la noche, de manera frenética, insistente, porque está aburrido, supongo, excitado, víctima de un encierro que se prolonga desde hace mucho tiempo, casi toda su vida, y de algún modo consciente de que su destino será el permanecer en ese encierro infame, rodeado de un paraíso al que nunca podrá acceder y que estará frente a él un día y otro día para que trabaje una aceptación que nunca llegará del todo.

El pájaro

Había llovido gran parte la noche, pero ya no caía agua y las nubes viajaban. Debería aparecer el sol pronto. Me puse a trabajar para sosega...