Todo era querido en ese tiempo:
una laguna azulada, los juncos
quietos, los pájaros yéndose.
Se va de a poco la luz mientras
la luna llena se eleva.
Una garza camina sobre
plantas flotantes y le encanta.
Todo era querido en ese tiempo:
una laguna azulada, los juncos
quietos, los pájaros yéndose.
Se va de a poco la luz mientras
la luna llena se eleva.
Una garza camina sobre
plantas flotantes y le encanta.
Cuando cerramos los ojos
y vemos lo negro,
casi seguro se nos aparecen
días capaz de hablarnos
de la extrañeza y de las dolencias
que intentamos aplacar
con parsimoniosos gestos que no tienen
valor para quien nos llama
desde una voluntad suave y lejana.
Hay un parque en primavera:
está vacío, quieto, nadie por ningún
lado. Es la hora de la siesta y tampoco
se sienten demasiado los pájaros.
Solo el viento viaja, va, sigue,
suena hacia alguna parte.
Estuvimos mucho tiempo
con la intención de resolver algo
y ahora, desde el balcón del hotel,
vemos los nuevos indicios de la luz.
Al amanecer, me decís,
no necesitan los remeros evitar
a quienes disfrutan del agua.
Por eso pasan rápido
cerca de la orilla ennegrecida.
Y con todo, el recuerdo de esos bañistas,
en esta orilla atravesada por las pequeñas olas,
está en la luz que motiva
el canto de los pájaros.
Quise remarcar que pasaremos
otra navidad juntos, aunque sé que no cambia
demasiado lo que diga en ciertos momentos
porque lo determinante es la forma,
y en las formas un avance es algo incierto.
No se puede confiar en nuestras pretensiones
si con cierta vacilación en la voz
volvemos a una historia de desencuentros,
con la mirada en la arena que recibe
a las pequeñas olas ennegrecidas.
Creo que ya estoy más cerca de agradecer, de forma muy profunda, mi insignificancia. A partir de ahí no debería tener que decir más nada, ni perfeccionar más nada, ni tratar de solucionar demasiado más nada. Será como estar en el campo y esperar que las liebres, despreocupadas, se crucen frente a mi cuerpo erguido.
En el inicio,
como suponías frente a ella
que debías tener un talento muy contundente
nada era verdadero.
¿Llegás a ver algo primigenio y dormido
a la espera de resurgir en el paisaje?
Te cuento algo: un niño se adentra en el monte
para buscar ramitas entre los árboles
en un día gris, quieto, de verano, que tarda en irse.
Hay también una balsa que va por un río
rodeado de una fauna inquietante
y una luz, en la balsa, que oscila al principio
y se estabiliza después, bastante después en realidad.
Las ranas en las orillas sostienen
el canto hacia las estrellas.
Entonces, decía, ¿ves las hojas,
gracias a la luz, encima del agua, y disfrutás
el movimiento que les otorga cada tanto el viento?
Estamos frente a la vidriera
de una sofisticada galería
debatiendo sobre un cuadro
que no es abstracto porque,
como bien decís, muestra,
de forma muy tenue, unos pantanos
donde una cigüeña, pequeñita entre
grandes manchas, mira unos cuervos
que graznan a su alrededor.
En el horizonte se ve un fuego
que le da al conjunto un toque
inquietante.
Más allá, en la esquina, vemos cómo
unos mendigos también arman un cuadro,
así como están, echados en las veredas,
bajo las luces, mirando pasar los taxis,
cerca de gente que se aproxima
al mejor punto de la celebración
sobre esta avenida vibrante
por los festejos de año nuevo.
Ellos, como nosotros,
buscan una paz duradera,
ahora que la música,
de un modo inusual, nos relaja.
Lo triste, no puedo dejar de pensar en eso,
es que recordaremos esto como otro
evento feliz más de cierto pasado.
Más allá, viven estrellas
poderosas y lejanas que,
como nosotros, las muy pobres,
también morirán.
Por mucho que lo intento nunca llego
a convencerme de que exista un Dios
amoroso y menos exaltado que estos festejos.
Como sea, espero que después
de estos días de vacaciones
puedas abrazarme con la mirada.
Cualquier cosa que nos acerque
sin embargo me alcanza.
Acá hay un muelle.
La luna está de un blanco transparente.
Su forma redondeada tiene un misterio
que nos hace imaginar las parcelas
que puede haber en ese lugar.
Y en esa esfera volvemos
a imaginar un cuadro,
o al menos cierta plasticidad.
Estaba convencido de que debía tener
un talento tan contundente como para
reposar frente a vos y frente a cualquiera que,
por el motivo que sea, estuviese cerca
o en algún lugar remoto.
Debía ser emperador en tiempos actuales
y en las circunstancias que tan bien conocés.
Por lo tanto nada era útil ni verdadero.
Y los decenios pasaban.
Me fijo en la manera amorosa
en la que nos dedicamos a levantar
las hojas desparramadas por el jardín.
Estamos frente a un pequeño canal
cada vez más desbordado
por las lluvias en el norte.
Hablamos de cuadros ingenuos
que esconden exóticos animales
purificados por los colores del atardecer.
En el comienzo de este otoño,
nos gusta sentir la luz
entre hojas endebles
cerca de donde una vieja perra
aguarda la llegada de su benefactor.
Hablamos también
del miedo a las aglomeraciones
y de personas que buscan
un trabajo que los mejore.
Imaginamos la grandeza
de una montaña nevada,
lejos de este parque que sobrevive
con el césped algo crecido.
No hay más demoras
en la autopista junto al río.
Todos fluyen hacia algún lugar.
Vemos el tráfico desde lo alto.
De tanto en tanto, se escuchan
canciones que vienen de los autos.
Hay casas con ladrillos
de un rojo intenso
y grandes cedros alrededor.
El rojo es parecido a un paisaje
que disfrutamos hace un tiempo;
un desierto rocoso y lejano.
Esa vez vimos una lagartija al sol
sobre una piedra que conservaba
el rocío de la primera mañana.
Y recién nos acordamos de eso.
Cada noche empotrada en la pared
el aguila del reloj nos custodia
con sus alas de ébano en una casa
con paredes anchas y tejas
de un rojo opaco gastado por el verdín.
*
Víctima de tus cosquillas,
termino sumergido
entre sábanas con uvas
perfectamente dibujadas.
*
Que no se vaya
entre puestos y personas,
pensé en la feria, y me pareció
que murmuraste: no me voy.
*
En la galería de la casa
muchas rayas cruzan el suelo.
Baldosas negras y blancas;
las miro cuando estoy acelerado.
*
Mi temor es que tarde o temprano
pienses que no hay espacio
y las palmeras dejen
de resultarte especiales.
*
El viento sobre los juncos
y las hojas cayendo de las acacias.
Las golondrinas tocaban el agua,
la corriente nos llevaba, fue necesario
agarrarnos de unas ramas.
Te lo dije: no deberíamos
adentrarnos tanto en el río.
Los peces nos parecieron tibios,
después fuimos acostumbrándonos.
*
Arriba, nubes en ceremonia,
paredes de eucaliptos y un techo
que era la sombra enorme de los árboles.
*
De los ceibos, calandrias
y zorzales se han ido;
solo queda el aire fresco
del final de la tarde.
*
Un barco echa humo
y los tripulantes arrojan sus redes.
*
Es la hora del té. ¿No las ves?
Diminutas en el agua algunas
hebras también nadan.
Más tarde, vimos el pez
ahogándose en el balde
y las burbujas yéndose
entre las piedras.
Esas burbujas
se delizan por el agua
hasta el borde ennegrecido.
A esas burbujas las sigo siempre.
*
La idea es bajar
entre cardos con puntas violetas
por senderos casi imperceptibles
hasta donde los duraznos
son despedazados por los pájaros.
*
A la siesta, ensayamos
detrás de la puerta,
en la oscuridad, tocándonos
mientras lo desparramado
nos marea, desespera y sonríe.
*
Serenar al cuerpo aunque más tarde
tengamos que hacer lo mismo.
*
Una linterna nos permite ver
el polvo elevándose en el puesto
semidestruido cercano a la ruta.
Plantas opacas y troncos anudados.
Por esa ruta casi no pasan autos.
*
Bordeando la pared veo las baldosas
calientes donde estuvimos acostados.
Había un sauce curvado. Casi fosforescente,
tocaba el río con sus ramas: ahí mismo
te sostuve sobre el agua.
*
Ahora todo esto viaja
como el panal que prendimos fuego.
Las abejas volaron y nosotros corrimos
con alcohol y fósforos en la mano.
Ibamos de pueblo en pueblo
y los lugares eran nuevos,
y las fiestas especiales,
y nosotros mismos
íbamos a ser únicos.
Y el tiempo pasó.
Y hoy vamos con la fuerza
de cosas imposibles de transmitir.
Y eso nos basta.
Salgo y paso por un barrio
y por otro; todos se parecen.
El sol declina sobre árboles
que inspiran a los pájaros.
No hay un rumbo ni acá
ni allá. Los años pasan
y sigo en los mismos
lugares, pero más viejo.
La sensación de vacío
se acrecienta en la medida
que paso un parque con mucha
gente que disfruta de la tarde.
La gente no suele
ir a ningún lado muy lindo.
¿O las personas siempre
le roban espacio a la felicidad?
No hay nada como ir al atardecer
en una canoa por el río
y pensar que ese camino de agua
no tiene fin.
Dejó lo lejano
para tener lo propio
y así brillar como las nubes
después de la lluvia.
Esperás la luna nueva, las nuevas fases,
todo lo nuevo que puede haber en el mundo,
pero eso nuevo no llega porque
lo maduro todavía no está tan muerto
como para provocar
el fin.
Noche de calor y luna.
Grillos y camiones a lo lejos.
Quisiera sentir el ruido del agua
pero por acá no hay nada más
que campo y árboles quietos.
Decidí bajar las exigencias.
Todo el mundo tiene un poder
difícil de usar.
Mejor transcurrir por lo cercano
como hace el tiempo
con el campo.
Nadie vence a los otros
pero en sus intentos es cierto
que avanza bastante.
Los grillos y los camiones
a lo lejos persisten.
En los segundos que estuve
con vos en el sueño, hubo mucho más
que en la mayoría de los días en la ida
y la vuelta, de casa al trabajo,
y después, los fines de semana,
durante las vacaciones y los cientos de miles
de viajes en tren, subte, auto, a pie
y en avión que hice para sobrellevar
la buena y la mala suerte.
La felicidad del campo. El camino que va en realidad desdibujándose hasta ser solo pasto. Ahí hay más caballos. Levantás la vista, hay caballos por todos lados. Se rascan unos a otros. Así se ayudan. Creés que algún día vas a estar en ese lugar. El sol se pierde entre las nubes. Estalla lo anaranjado y ves rosas apenas mezclados con los grises. Todo esto es un lugar común pero funciona a la perfección.
Hoy por un minuto
las cosas que nos pertenecen
dejaron de importar
y la soledad también.
Lo negro y silencioso
ya no duele.
Una rueda gira hasta que algo o alguien,
con poderes claramente superiores, la detiene.
¿O sos vos el que logra salir de esa rueda y respirar?
Salir a ese otro mundo, entender
las coordenadas de los barrios
para alejarse de ellos y posarse en otras ramas
como esos monos que andan por algunos árboles
de algunos otros reinos, alejados, felices o tristes
según el día, pero esperanzados con los juegos
de ir de una rama a la otra. Así quisieras estar
porque cada cosa tiene un modo y al mismo tiempo de otros.
Llovió toda la noche
y aún cae agua del cielo.
El ciruelo en flor destella
y la tristeza permanece alejada.
Cuando en la noche de tormenta, después de un día también de lluvia, la energía se vuelva espesa en tu cuerpo, y sientas que esa energía tiene que salir, y para eso, sin que puedas apaciguar la respiración, una luz entre por tu entrecejo, y desde ahí inaugure un canal dorado, uno que va directo a las estrellas, bien, cuando eso pase, salí afuera y dejá que la lluvia toque tu cabeza.
A partir de ahí todos los santos de todos los mundos van a tomar tu voz y vas a gritar. Y esos sufridos van a ser los más salvajes.
Pensaste cosas durante muchos años
que ahora no tienen un dejo de verdad.
Ahora pensás otras cosas que tal vez
no falte mucho para que les pase lo mismo.
Sin embargo, lo que te más te gustaba
te sigue gustando. El viento en la cara,
el mar picado, las olas hacia la costa.
La luna como una sacerdotisa
que sabe adorarte.
Podías ser un bálsamo
no eras más una lucha armada
no eras un manojo de ramas cerca del fuego
en la escalera de un teatro importante.
No eras un sapo que se equivoca de pozo
frente a un rey que necesita pisar tierra firme,
eras el árbol que espera
los días del invierno y verano.
Soñé que vos era una cosa, un juguete, y que yo te usaba una y otra vez para mi deleite; y que estaba un poco culposo por usarte así, pero que el placer era mucho más grande que la culpa, y lo sobrellevaba.
Cuando se acumulan suficientes años, se descubre que los hechos relevantes son bastante escasos y que los esfuerzos por acumular algún tipo de importancia -de uno mismo- son etéreas y poco profundas. Y uno se queda con la vista fija en las estrellas, seguramente a la búsqueda de una idea o de un hecho que nos confirme la trascendencia de la experiencia, y en esa búsqueda, ensayando, se queda mucho tiempo.
Cuando estaba muy mal, una noche de verano de tormenta, mientras dormía sentí un ruido impactante. A la mañana siguiente, un fresno dorado había caído sobre mi pileta y sentí, creí y me convencí de que eso era la demostración de que algo en mí había caído de forma honda y finalmente. No existe nada que pueda probar eso, y no lo necesito porque en estos casos uno crea sus propias leyes.
Trotás por la calle, ves los árboles, las casas, la supuesta prosperidad de tu barrio. Ahora valorás más bien otras cosas, pensás. Hasta que por unos instantes dejás de pensar y ves todo bien distinguido, cada cosa en su propio cuerpo: la calle, los árboles, el barrio, el cielo, los sonidos, las estrellas. Por un momento sentís todo eso, y después la mente se vuelve a encajar. Y seguís trotando.
Vas en bici por una calle transitada y te pasa un auto. Enseguida, más adelante, ves un perro cruzar sin apuro; el conductor no está dispuesto a frenar. ¿Piensa pisar al perro?
Podrías decir que no imaginás cómo alguien puede llegar a esa instancia, pero estarías mintiendo.
Tu objetivo es hacer algo que resuene en los otros pero día a día pensás en cosas cada vez más personales. Hay un mundo dentro de los objetos y vos sos uno.
Estamos acá, es de noche
y cualquier cosa puede pasar.
Lo mejor es buscar algún perfil.
En la luna, el viento o los árboles.
Hace tres días fui hasta el campo al atardecer como tantos días. Era un día caluroso, el primer tiempo templado de la primavera. La luna estaba alta y grande en el cielo al caer el sol -una moneda de fuego intenso a lo lejos como en Africa-. Los chimangos, cosa rara, noté que ahora vuelan al atardecer en sentido contrario a como lo hacían hace meses. Fui a la parte del camino donde, como hay unos grandes pinos, me gusta echarme. Los mosquitos y el calor no me dieron descanso. Emprendí la vuelta y me agarró la noche. Prendí la lámpara de mi bici y comenzó a fallar. La apagué y anduve casi en la oscuridad. Por un momento, gracias a la luz de la luna, sentí que iba en una góndola remando por un canal de Venecia. Es fantástico avanzar por el agua.
Va en bici hasta el campo
al atardecer como tantos días.
Es un día caluroso, el primero
de la primavera. La luna está alta
y grande al caer el sol
como una moneda de fuego.
Los chimangos, cosa rara,
vuelan en sentido contrario
a como lo hacían hace meses.
En la parte del camino
donde hay pinos,
le gusta echarse, pero los mosquitos
y el calor no le dan descanso.
Se sube a la bici
y emprende la vuelta
sobre la noche que avanza.
Prende la lámpara, pero no funciona,
así que, en la oscuridad, gracias
a la luna, sigue en una góndola
por un canal de Venecia.
Es fantástico ir por el agua.
Me levanté 5:20 a.m. porque sentí un viento fuerte. Hacía calor, había silencio. Me puse a revisar unos poemas. Cerca de las 6:30, pasó el camión de la basura. Desayuné y me fui a dormir de nuevo.
Vos te levantaste cuando me acosté y enseguida me abalancé en tu espacio. Dormí un poco y después me puse a trabajar. Vos estabas en ese escritorio que improvisaste en el living atareada. Los chicos hacían sus tareas; por momentos iban y venían con sus tazas. Tuve mis llamadas y después me puse a limpiar nuestro cuarto y a hacer nuestra cama.
Almorzamos con nuestros hijos, vos seguiste trabajando y, después de mirar un poco por la ventana, hice lo mismo. Tenía que hacer varias cosas útiles. Para las seis de la tarde, después de ver la lluvia desde la galería, me fui en bici hasta el campo.
Media hora estuve por donde cruzan las vías del tren. Por momentos de cuclillas, igual que los chinos en la puerta de los minimercados. Me fijé la declinación de la luz y en los cantos de los pájaros. Algunos murciélagos aparecieron cuando los últimos patos pasaron para algún lado, y solo los teros se sintieron cuando la oscuridad fue total.
Pedaleamos casi una hora. Pasamos los galpones de las gallinas. Vamos con mi hijo a la parte linda del campo. Dejamos las bicis al costado y nos echamos en el pasto. No hay viento. A nuestra izquierda, el sol casi desaparece; los pájaros lo saben. Un chimango pasa sobre unos eucaliptos y planea arriba nuestro. En el fondo, las vacas pastan inmutables. La tierra en los primeros potreros está perfectamente arada. Después, viene un potrero de alfalfa y otros eucaliptos que, desde nuestro luga,r se ven pequeños. Atrás, vemos nubes bajas como montañas. Le quiero explicar a mi hijo lo que es todo esto, pero no tendría importancia.
Ida y vuelta al hospital con mi hija. Rutinas y vuelta. Después un momento en bici. Ya de noche, en el frío, el mismo camino y las mismas cosas por la mente. Una góndola va por un canal. La posibilidad de ser un gran artista está en esa escena porque eso finalmente representa Venecia. La posibilidad de escuchar el sonido del agua. Las voces de los niños en una iglesia no están lejos. Cantan de manera genial. Ellos siempre van a ser más artistas que yo en muchos sentidos y en el primero y fundamental: cantan porque lo prefiere su voz; y el agua cercana también suena.
Las garzas en la orilla bajan la cabeza
buscando comida en el agua,
se vuelven a erguir
y por un instante me miran.
Un barco hundido en la costa,
un barco que veía de chico.
Tiene manchas negras que son
mejillones, un barco oxidado
por un agua azul oscura
en partes plateada.
Ve sus algas fosforescentes.
Lo sube y lo baja, una y otra vez.
Soñé que iba al galpón de las gallinas y ahí, liberado por completo de la presiones gracias a la luz de esos mismos galpones, iniciada apenas la noche, podía sentarme en el pasto a ver cómo esas gallinas comían y comían hasta que yo mismo, cada vez más cansado, me quedaba dormido y ellas seguían, supongo, comiendo.
Los días en esta pandemia se van acomodando a un ritmo cada vez más firme. Un ritmo rápido, restringido y hasta monótono. Hoy volví al campo. Aleluya. Fui en bici hasta el final del camino. Fui hasta lo más lejos. Hasta Torres. A la vuelta, casi de noche, pasé por los galpones antes de cruzar la ruta seis.
Por primera vez, el olor fuerte se mezcló con un lamento, un quejido, un mensaje cierto y fuerte de algunas gallinas. Las pude escuchar perfectamente por primera vez. Y ahí deben de seguir ellas, la pobres, encajonadas por siempre. Así son las cosas en este lugar y en el planeta. Un planeta en donde, sin duda y por desgracia, hemos llegado a este punto, el confinamiento extremo de estas gallinas y, también, la aplicación en ellas de las técnicas productivas, supuestamente en nuestro provecho, más aberrantes e insanas jamás vistas, en donde las cosas, tengo que suponer que, por lógica, van a tener que tomar algún tipo de compresión cada vez mayor, y después, esas mismas cosas, van a terminar en un estallido. Un estallido, imagino, sideral. Un catarata que irá en una caída muy pero muy grande.
Pensé en todo eso lamentablemente en el camino de vuelta. Pero, por suerte, también hice bastantes esfuerzos por circunscribir mi atención al camino, a los pocos sonidos a lo lejos, a las primeras estrellas, a los últimos pájaros, esos pájaros que pasaban como apurados y, al mismo tiempo, tal vez, culpables de haberse demorado vaya saber uno en qué.
Y en ese declinar de la luz, los caballos seguían pastando en algunos potreros a lo lejos. Pastaban como si la falta de luz no fuese una cuestión. Hay otros galpones avícolas al principio del camino y otros al final. Ambos son mucho más grandes que los galpones que fijan mi atención. Pero ambos no tienen la perspectiva, cercanía al camino, árboles en hilera, ataduras sentimentales e historias que tienen los galpones que están apenas cruzo la ruta seis. Hoy por suerte los vi otra vez después de varios días de pensar en ellos. Y ahí siguen. Ahí están quién sabe por cuánto tiempo más.
Estamos en el filo de cosas
que ahora esparcidas
ruedan hacia el mar.
Ese mar suena en la lejanía.
Nosotros, alrededor del fuego,
viéndonos por momentos las caras,
rozándonos apenas, hablamos
de las desgracias y la suerte
mientras las cosas no paran de rodar.
Un espacio de luz en la orilla
en la parte donde cerca y más arriba
los gallos duermen a la espera del día.
De eso habla, supongo,
lo que reverenciábamos.
De la fuerza impalpable sobre el mar.
Ayer estuve con mi hijo frente al campo,
con las bicis acostadas, sentados, nosotros,
y los pinos detrás aullando con el viento.
Y hoy estuve hablando con un amigo,
frente al río, fijo en el sol yéndose,
con el agua bajando hacia el mar.
Son cosas que vale la pena anotar.
El tiempo pasa rápido,
cada vez más rápido.
Cuando éramos jóvenes,
ese tiempo era más lento.
Una curva suave
entre las montañas
que después se volvía
más pronunciada
y, casi enseguida
dejaba ver
un valle.
La noche se acercaba cuando salí por el campo.
La noche amada y querida por los que alguna vez
tuvieron la oportunidad de ir por la oscuridad y el silencio.
La noche, decía, esa noche, se acercaba por todos lados
hasta que mi cuerpo estuvo tan oscuro como ella.
No había ruidos cuando pasó eso.
Los pensamientos por fin aparecían con su forma.
Y los suaves pasos lograban que una a una
las estrellas aparecieran mientras permanecía
acostado en la tierra, al costado de la ruta,
feliz porque ningún auto pasaba.
Me gustaría hablar de algo conciso y útil alguna vez, pero es difícil porque en realidad es un tanto resbaladizo el mundo, y por supuesto uno anda por ese mundo y, con los años, ya ha tomado nota de la falta de entereza que, en definitiva, tiene para enfrentarlo. Es decir, es muy difícil sostener algún tipo de inspiración, de bienestar, o de un mínimo tranco que nos permita ver lo que tiene ese mundo de bondadoso. En especial, porque el mundo, es sabido, no es bueno ni malo. Negro ni blanco. El mundo básicamente no tiene ningún tipo de atributo moral o ético. Se hace a su propia manera y según esa manera duerme y se despierta, día tras día. Y según esa manera deja ir y venir a sus criaturas.
Y a nosotros, por otra parte, nos toca darle algún tipo de lustre, sentido o historia. Algo, lo que sea que nos justifique. Lo que sea que nos distinga frente a la enorme porción de indolencia que tiene lo que permanece enfrente.
Dormís en una cadena de sueños.
Tienen que ver con tu historia, tus miedos,
la fuerza que necesitas ahora y en el futuro,
la razón de muchas otras cosas que solamente intuís.
Hay animales en las praderas en los sueños.
Hay sauces y álamos detrás de los juncos.
Patos que vuelan. Fuertes vientos.
Pastos en los rincones de las partes más lejanas
y una forma de decir las cosas que persiste
en tu mente. Maneras de recordar la isla.
En realidad seguimos en esta situación de aislamiento, pandemia e incertidumbre que tanto malestar y a la vez tantos desafíos, y a su tiempo tantas alegrías, nos ha traído. Es decir, vemos todas las noches series, vemos en el día chimeneas a lo lejos, árboles, vemos el cielo gris y después despejado, volviéndose de un celeste casi azul, vemos eso que tantos años, tantos otoños, inviernos, primaveras y veranos no pudimos ver por estar comprometidos con el tipo de rutinas que tienen que ver con ciertas seguridades que, por supuesto también, no aparecían demasiado creíbles, y de ahí se deriva nuestra angustia por más que estábamos, supuestamente, firmemente amarrados a ciertas estructuras conocidas.
Todo era bastante falso en nuestros días y peor: en nuestro años, en nuestras décadas y más décadas que se han apilado para después -qué triste decirlo- ir a parar bajo tierra húmeda con vista privilegiada a una lápida. Hemos sido de alguna manera engañados por nosotros mismos. O mejor dicho: hemos sido engañados por la porción de nosotros mismos que pertenece de manera irreductible a un sistema porque esa pertenencia -y en esto tiene razón debe decir- es la única forma, es la concesión por excelencia, que debemos a hacer para tener ese tipo de cordura que nos hace acercarnos unos a otros y darle combustible al sistema, ése que después nos absorbe.
Caen las gotas sobre el techo.
Llueve, soy feliz. Estoy tranquilo.
Las cosas se acomodan a los espacios.
Ya no hay más pretensiones en esta comarca,
ni la que sigue, ni en cada una de las
estaciones que dividen el planeta.
Los seres que antes trabajan, ahora duermen.
Los cantos que antes debían ir por la tierra
ya no se escuchan. Ya no hay un deber.
La felicidad llegó.
Ya los niños de las casas prefabricadas
duermen o juegan en sus tan queridas camas.
No voy a pensar más en el paso del tiempo o en la muerte.
Voy a ser un animal frente a la lluvia en su cueva.
Vamos con mi hijo en bici al campo.
Las forma de las nubes se vuelven más inciertas
en la medida que se juntan unas con otras.
Las razones de los vuelos de los chimangos
hacia los grandes eucaliptos, al caer la tarde,
siguen siendo un misterio. Del mismo modo
que me intriga la fuerza guardiana
de los teros durante la noche.
Como me intrigan la mayoría de las cosas
que ocurren en torno al paso del tiempo,
la muerte, la consumación de los encuentros
extraños que después, la verdad,
nadie puede relatar bien.
Los sueños también.
Los sueños son de lo más extraños.
No está claro cuáles son
las razones de la mente para hacerlos rodar.
Como no está claro
cuáles son las funciones que nos empeñamos
en desarrollar durante la vigilia
cuando los pájaros alzan su voz.
Vas otra vez al campo en bici sobre el filo del atardecer. Las cosas tienden a perderse en la oscuridad, y lo mismo los ruidos. Cuando todo está oscuro, te sentás entre la tierra y un poco de pasto al costado del camino con la bici a tus pies. Mirás la luna. Ves las nubes iluminadas. Al costado de la luna, una estrella parece más intensa que las demás. Más cercana incluso. O en realidad parece pintada en un decorado. El escenario es el del teatro Colón. Estás en paz. Nada se mueve, no se escucha más que unos teros a lo lejos, no hace frío. De pronto un auto se acerca y decidís que lo mejor es seguir camino.
Voy con mi hijo como tantos días al campo en bici y en un determinado lugar nos echamos junto al camino boca arriba a ver los chimangos que pasan sobre el filo del día. Van hacia un grupo de eucaliptos que hay casi en el horizonte. Pasan de a muchos. No me puedo imaginar por qué vienen todos del mismo lugar, por qué no se dispersan más para trabajar en la zona.
Soñó que había un canal y que en ese canal, en una balsa, tocadas por las ramas de unos sauces, se ponían unas chicas a cantar. Y soñó que de ese canto saldrían imágenes que lo colmarían de lindas sensaciones, y que después, ya en un castillo ubicado en un lugar húmedo y neblinoso, con bandadas de palomas cruzando el cielo por detrás, las cosas tendrían a volverse quietas y silenciosas, y en ese estado sería aceptado por los que deben aceptarlo. Pasaría eso finalmente. Y así podría descansar en el medio de un jardín con rosales podados de una forma sumamente lograda. Y al día siguiente se pondría a trabajar en ese jardín y cerca de la noche lo prendería fuego y se iría a otro valle.
Supuso que trabajar la piedra sería
sumar beneficios insólitos y sorprendentes
y que los pájaros que alguna vez recalaron en ellas
estarían representados por las formas que saldrían de lo duro.
Y supuso también que después
esas formas se volverían las suyas.
Llegar a un final sin que eso
sea algo parecido a un tesoro.
Y sin embargo los logros de este final
relucen mucho más que cualquier punto
en el centro del mejor espacio del mundo.
Esos logros te dejan en el medio
de un desierto y ahí los pastos secos
cruzan la tierra, y vos, bajo el cielo intenso,
seguís viaje con la mirada.
Ya no hay que llegar a un punto.
Ya no hay uvas en el plato.
Están, como dije, el desierto inmenso,
el pasto viajando gracias al viento
y el cielo ocultando lo demás.
Día cálido de sol y un viento tenue. Me levanté y después de mirar como tantas veces por el balcón los edificios que me acompañan desde ha...